Como con la Constitución o la Biblia, mi relación con la Real Academia Española es ambigua y utilitarista. La cito cuando sus mandatos me parecen razonables e invoco anarquía al encontrarlos absurdos. Empuño cual leguleyo Ordóñez el Panhispánico de dudas para explicar a escépticos por qué estoy “seguro de que” y no “seguro que”, pero desobedezco al digitar stereo en lugar de ‘estéreo’. Pregúntenle a don Sergio Rubiano, corrector semanal de estas líneas, a quien martirizo con discusiones así.
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Según reza su lema, la RAE “limpia, fija y da esplendor” a nuestro castellano. ¡Meritorio! Pero dudo que tal premisa se cumpla si la organización que se ufana de ello incluye entre sus más brillantes y recientes ejecutorias la bienvenida oficial al americanismo ‘papichulo’. Así es: si bien resulta justo reconocer su labor, dicho estamento irradia dosis reconcentradas de tiranía, dudoso gusto y arbitrariedad, como cualquier ente transnacional estilo Tribunal de La Haya. De ahí que le critiquen su conservatismo, su chovinismo y, paradójicamente, su recalcitrante hispanismo. No sorprende que en años de Franco su diccionario definiera ‘marxismo’ como “doctrina de Carlos Marx y sus secuaces” –como se mantuvo hasta 1984–, mientras que ‘franquismo’ –hasta hace menos de un lustro– como “movimiento político y social”.
Quizá tales sesgos nacionalistas hayan derivado en la costumbre ibérica de corromper la ortografía original y restar su musicalidad intrínseca a extranjerismos como whisky, CD-Rom, home-run, smoking, slogan, gays, jean o croissant, para degradarlos a esperpentos sonoros y tipográficos del corte ‘güisqui’, ‘cederrón’, ‘jonrón’, ‘esmoquin’, ‘eslogan’, ‘gais’, ‘yin’ y ‘cruasán’. Los yerros son innumerables. Uno cercano fue suprimir el acento diacrítico que diferenciaba el ‘sólo’ (cuando significa ‘solamente’) del ‘solo’ (si expresa soledad). Así las cosas, hoy no distinguimos entre una insatisfecha y cachonda aseveración estilo “tuve sexo sólo tres horas” de una onanista tipo “tuve sexo solo tres horas”. También rebautizar la ‘i griega’ con el disonante rótulo de ‘ye’, recomendar escribir ‘equis’ y no ‘x’ y ‘abecé’ por ‘ABC’, o no concedernos la licencia práctica de emplear apóstrofos para pluralizar siglas, al aludir a las ONG’s o a los CD’s, en vez del exabrupto de duplicar letras, como con las FF. MM.
Constreñir mediante estatutos los alcances de un idioma –tan parecido a un organismo vivo– equivale a castrar su natural vitalidad. El dinamismo y el carácter expansivo del inglés no son gratuitos, en tanto éste acoge con generosidad y sin pudores exagerados cuanto neologismo le venga de fuera y se lo apropia. Las lenguas crecen solas y son más veloces que sus estudiosos. Cualquier intento de proteccionismo, reglamentación o seguimiento resultará estéril. Es el caso de términos como ‘cabello’ y ‘colocar’, que en Colombia revisten connotaciones socioculturales complejas aún por documentar.
La oralidad y el saber popular superan en su influjo el ámbito controlado y normativo de lo académico. Por eso en estas tierras insistimos en sentirnos ‘jartos’ antes que ‘hartos’ y preferimos ‘jalar’ que ‘halar’, aunque la RAE crispe. Después de todo, el español mismo es una suerte de latín alterado. Y habría sido lamentable el imposible teórico de que su avanzada se viera detenida a manos de algún estamento policivo, por bienintencionado que fuera. Según Cornelio Tácito, cuanto más corrupto un Estado, más numerosas sus leyes. ¿Implicará eso que mientras más malhablado un pueblo, más academias precisa?
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.