Soy de los colombianos que se estremecieron de emoción con la firma de los acuerdos de paz y votarán por el sí a su refrendación; es más, de los que harán campaña. También soy de los que, pese a haber vivido la guerra solo en televisión, están dispuestos a acompañar el posconflicto en lo que se pueda y haga falta, empezando por la apertura a la reconciliación.
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No han faltado voces pesimistas e insatisfechas que dicen que no habrá paz mientras no se atiendan las situaciones que han suscitando la guerra. Y es cierto: abordar la injusticia social, la inequidad, la discriminación y la destrucción de la naturaleza (que jamás cobra venganza), entre otros conflictos, tendrá que ser el siguiente paso en una apuesta coherente y sincera por la paz.
Sin embargo, el solo fin del conflicto armado es motivo de esperanza. Pensar que no habrá más colombianos baleados por su ideología debería bastarnos para apostarle a este proceso. En lo personal, imaginar que no habrá más burros-bomba, animales abandonados por familias desalojadas, pumas y jaguares desplazados y amenazados en busca de alimento, gallinas y vacas decapitadas como botín y perros violados por delirantes actores armados, me basta para decirle sí a la paz.
Según la ONU, la caza y el tráfico de animales silvestres es una de las principales fuentes de financiación de grupos armados en el mundo; Colombia no es la excepción.
Pero además, despejar el horizonte de bombas y balas nos permitirá ver otras guerras, más sutiles y cotidianas, que también padecemos e incluso autorizamos; evidenciar las lógicas de la guerra y desnudar los peligros de creernos superiores unos a otros hará injustificables otras opresiones; entrar en estado de paz hará insoportable la violencia contra cualquier ser sufriente, y quizás, solo así, nos enfilemos hacia una transformación perdurable como sociedad.
Entonces, ¿cómo seguir tolerando la violencia armada de las corridas de toros, corralejas y peleas de gallos?, ¿cómo aceptar la explotación esclavista de burros, caballos y perros?, ¿cómo permanecer indiferentes al trato a animales como mercancías de compraventa?, ¿cómo consentir el aprisionamiento de animales para nuestra egoísta entretención?, ¿cómo permitir la caza de control y deportiva de animales como si fuéramos los amos y señores del mundo?, ¿cómo condescender a la violencia cotidiana contra nuestros compañeros, los perros y gatos?, ¿cómo ser débiles frente al tráfico de animales silvestres que cobra miles de vidas al año? Incluso, ¿cómo no asumir el debate sobre la forma cruel e insostenible en que nos alimentamos?
Si hablamos de paz, que sea sin excepciones. Revisemos, también, el uso que hacemos de nuestros derechos para someter y dañar a otros seres sintientes. No son pocas las crónicas periodísticas e investigaciones históricas que han evidenciado el uso de expresiones peyorativas referidas a animales en contextos de guerra, conflictos armados, dictaduras y genocidios.
Hacer la paz con ellos y con la naturaleza, reconocer su dignidad a quienes también han sufrido sin tregua la violencia material y simbólica, e incluso reconocerles su carácter de víctimas, sería un proceso tan importante, noble y justo como el que empezamos vivir como especie y sociedad. ¡Sí a la paz¡ Sin excepciones.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.