La guerrilla de las FARC, que por cinco décadas intentó llegar al poder mediante la lucha armada, afronta con la firma de la paz el reto de convertirse en un movimiento político y conseguir en las urnas el apoyo que no obtuvo por la fuerza de las armas.
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Como han dicho repetidas veces el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, y el jefe negociador de paz del Gobierno, Humberto de la Calle, se trata de «cambiar las balas por los votos» y que las FARC dejen de existir como organización armada ilegal, objetivo del acuerdo negociado en La Habana.
El tránsito de la clandestinidad a la legalidad fue el eje de la décima y última conferencia guerrillera celebrada esta semana en los Llanos del Yarí, en el sur del país, como parte de los compromisos adquiridos con el acuerdo de paz.
Juega en contra del nuevo movimiento el recuerdo que la mayoría de los colombianos tiene de las atrocidades cometidas por la guerrilla en el último conflicto armado del continente, que dejó cerca de ocho millones de víctimas, entre ellos unos 220.000 muertos, según el Centro Nacional de Memoria Histórica.
Por ello, el director del Observatorio para la Democracia de la Universidad de Los Andes, Miguel García, dijo a Efe que «la degradación de la guerra que generaron las FARC hizo que se acabara la visión romántica que muchos tenían de ese grupo».
En consecuencia, explicó, «muy seguramente no podrán convertirse en un actor importante en la política nacional, al menos en el corto tiempo, porque el no ser queridos por la mayoría de los colombianos conspira en contra de su éxito electoral».
Como partido político, los analistas coinciden en que las aspiraciones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) estarán centradas en obtener el poder local debido a que, históricamente, su mayor impacto ha sido el presentarse como una guerrilla rural.
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No será extraño entonces que en las primeras elecciones en las que participe el nuevo movimiento político busque afianzarse en las áreas en las que tradicionalmente han tenido influencia aprovechando el abandono del Estado.
Mientras organiza la estructura del nuevo movimiento, las FARC tendrán portavoces con voz pero sin voto en el Congreso, que serán ciudadanos en ejercicio de sus derechos, y en las elecciones de 2018 y 2022 se le asegurará al nuevo movimiento una representación mínima de cinco senadores y cinco diputados en la Cámara en caso de que no alcancen en las urnas el umbral requerido.
Dependiendo de la manera como las FARC hagan el tránsito de las armas a las ideas pueden encontrarse con el apoyo o la rivalidad de otros partidos de la izquierda colombiana que tienen representación parlamentaria.
Buscar aliados en otras formaciones «inicialmente no sería una opción porque comprometería la autonomía misma del partido que van a crear y dejaría en evidencia que carecen de líderes carismáticos y preparados, con un discurso serio y bases ideológicas firmes», agregó García.
Si a eso se suma el hecho de que los jefes de las FARC, aparte de carecer de conexión con el electorado son asociados por el grueso de la población a crímenes atroces, lo más probable es que tengan que buscar candidatos entre sus cuadros más jóvenes, para transmitir un mensaje de renovación.
Distinto fue el caso del también guerrillero Movimiento 19 de Abril (M-19), que tras su desmovilización hace 26 años se convirtió en la Alianza Democrática M-19 y tuvo triunfos en las urnas por la simpatía que generaba como fuerza política y en especial su máximo comandante, Carlos Pizarro.
Sin embargo, Pizarro fue asesinado a tiros poco después de dejar las armas, el 26 de abril de 1990, en un avión comercial en pleno vuelo de Bogotá a Barranquilla hacia donde viajaba en un acto de campaña como candidato presidencial.
Ese y otros antecedentes demuestran que la entrada de las FARC en la política representa también un enorme desafío para el Gobierno a la hora de garantizar la seguridad de sus miembros cuando dejen las armas.
Todavía está vivo además el fantasma del exterminio del partido de izquierdas Unión Patriótica (UP), nacido en 1985 de un proceso de paz de las FARC con el entonces presidente Belisario Betancur.
El pasado 15 de septiembre Santos reconoció la responsabilidad del Estado en el asesinato, entre los años 80 y 90, de cerca de 4.000 de miembros de la UP, entre ellos los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, una tragedia que el país espera que no se repita.