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Cuando su madre lo bautizó no fue como «Jeremías», ese nombre lo eligió él cuando entró a las Farc hace casi 23 años; tampoco intuyó su progenitora que el conflicto armado colombiano lo enfrentaría a su otro hijo, militar de carrera con quien el guerrillero podrá reencontrarse cuando se firme la paz en Colombia.
«(En un combate) no se acuerda uno de eso», dice «Jeremías» sobre su hermano, y se calla, unos silencios suspensivos que hacen pensar que no cuenta la peor parte.
El veterano guerrillero ya ha cumplido los 48 años y presenta la imagen de un excombatiente: es parco en palabras, se explica con la sencillez y acento de un campesino colombiano, y se percibe que ha asumido el combate como un elemento más de su vida. También la muerte.
Si se le pregunta sobre el miedo en combate contesta con una retahíla de explicaciones técnicas: «hay veces que son programados, entonces se estudia, hay un plan y se calcula cuántas unidades armadas van a entrar».
Entonces calla y vuelve a mirar a su lado derecho, parece que recuerda alguno de esos momentos en que estuvo a punto de perder la vida mientras las balas o las bombas tronaban.
Si es un ataque no previsto -agrega-, «uno va preparado porque en el área puede haber enemigos». De nuevo otea alrededor y solo suenan los insectos propios del área.
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Su penúltimo campamento está en los Llanos del Yarí, una región de clima húmedo en el sur de Colombia en la que parece moverse como pez en el agua.
Será aquí donde los guerrilleros, reunidos en su Conferencia Nacional, ratifiquen el acuerdo de paz alcanzado con el Gobierno colombiano y dejen las armas tras 52 años de conflicto armado.
«Jeremías» ha vivido casi la mitad de esa guerra que no parece haberle dejado cicatrices a la vista.
Cuando el acuerdo se firme de manera oficial y sea ratificado, como previsiblemente sucederá, en el plebiscito convocado para el 2 de octubre, el veterano nacido en el departamento de Casanare marchará a su último campamento donde dejará las armas y se reincorporará a la vida civil.
Entonces se reencontrará a su hermano militar a quien hace casi 22 años que no ve.
Quizás entonces tendrá que explicarle por qué se fue con las Farc y se convirtió en su enemigo.
«Jeremías» sonríe al imaginar la situación, reconoce que lo abrazará y vuelve el silencio.
Probablemente ya no pueda siquiera recordar el rostro de su enemigo fraterno, como tampoco el de su padre al que vio por última vez cuando se fue al monte.
Antes había estado un año colaborando con las Farc desde su pueblo natal, pero como guerrillero sí ha tenido ocasión de volver a ver a su madre y dos hermanas.
De vez en cuando habla con ellas por teléfono, y les dice que sigue bien y que está «trabajando en la finca», vuelve de nuevo a esbozar una sonrisa al recordar la contraseña que ha trazado con su madre.
«No preguntan tanto porque saben», apostilla antes de retornar a los puntos suspensivos.
También se ha comunicado con su hermano, «pero solo ahorita, antes era complicado», añade «Jeremías», que prefiere no mostrar su rostro a la cámara.
«Será una felicidad para nosotros, para la familia, no se ha podido hacer (una cena juntos) desde que entré en la guerrilla», agrega.
La sonrisa tan paradójica en un hombre cuyas manos reflejan la dureza de la guerra y la selva vuelve a marcharse de su rostro y retorna el silencio.
Mira de nuevo a su derecha, si recuerda el pasado o visualiza el futuro no lo dice y ya solo suenan los insectos de las sabanas del Yarí.
Sobre una hipotética cena de Navidad con su hermano también lo tiene claro: «Le contaré historias de guerra y él contará las de él. Nos daremos un abrazo, lo normal».
Igual tiene sus dudas: «Vamos a ver cómo se ponen las cosas, le he llamado y no hablamos tanto».
¿Y valió la pena tanto conflicto?. «No», responde contundente antes de dejar que el silencio tome de nuevo la palabra.