Cali

Así es la dulce tradición de la maceta de alfeñique de Cali

¿Cómo es que un dulce hecho solo con azúcar y agua puede representar tanto para los caleños? Crónica de una tradición que, entre manos que dan forma y familias unidas, se resiste a desaparecer.

Hace más de 80 años, calcula doña María Cañas de Otero, que se hacen macetas de alfeñique ahí en esa casona estrecha de techo alto, ubicada en el barrio San Antonio. Es domingo 29 de mayo y un aroma a melao inunda el recinto.

“Es solo agua y azúcar. Lo ponemos a hervir y para darnos cuenta de cuando ya está a punto, utilizamos lo mismo que usaban los abuelos, que es una cáscara de plátano. La cáscara se pone en un vaso de agua y después le echamos un poquito del dulce. Si se queda pegado, quiere decir que todavía no está”, explica la mujer, mientras a un lado reposa sobre una piedra, un plástico y agua con hielo el alfeñique.

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María tiene 76 años y desde 1964 que llegó a la casa de los Otero, sus suegros, ha estado vinculada a la elaboración de las macetas, la dulce tradición caleña con la que se celebra el Día de los Ahijados. Tanto la celebración como el alfeñique fueron declarados en 2013 Patrimonio Cultural Inmaterial de Colombia.

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“Doña Raquel y don Cesar nos dejaron esto. Es una fiesta como tan bonita. Los niños vienen y se enloquecen. Dicen que quieren la de tal muñequito, o la del pajarito, o la de tal color, entonces es algo muy lindo. Hay prejuicios de que se engordan, pero los niños prefieren una maceta que cualquier otro regalo”, asegura la señora.

El proceso para preparar las macetas puede durar entre tres y ocho horas, dependiendo de qué tan bueno haya salido el alfeñique, señala doña María. Dependiendo de qué tanto se demore en secar.

El dulce, que reposa sobre la piedra, es en un principio traslúcido. Su color blanco caracterísitico lo toma después, cuando comienzan a amasarlo en un palo al que llaman garabato. Un proceso similar al de las melcochas.

“El proceso de batido dura unos 10 minutos. Los hombres tienen más fuerza que nosotros y a ellos les rinde. Nosotros tenemos las manos muy pequeñas y al principio salen ampollas. Después ya la mano coge callo”, indica   doña María.

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Uno de los primeros y más bonitos recuerdos que tengo de mi abuelo Héctor se remonta al sabor dulce de la maceta de alfeñique. El viejo, además de ser el papá de mi mamá, era mi padrino de bautizo.

Y no era precisamente porque así él lo hubiera querido. Un día me contó mi mamá que eligió a sus papás como mis padrinos en una suerte de retaliación inocente, supuestamente porque a ellos no les gustaba de a mucho que ella se hubiera metido con mi papá. Bobadas de las familias de antes.

El caso es que, para fortuna mía e incluso de mis papás, el viejo resultó ser un gran abuelo y un gran padrino. Recuerdo que a veces me llevaba a pasear con él al centro de Cali, donde me compraba dulces y mecato. Tendría yo tres o cuatro años e íbamos a la Plaza Cayzedo en su camioneta Chevrolet Luv 1600 azul de techo blanco.

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Entre esas mañanas y tardes de paseo con el abuelo, recuerdo un día de junio que me dio un mecato diferente. Uno que nunca antes me había comprado. Era blanquísimo y tenía una llamativa forma de remolino que terminaba con un papelillo rojo. Era dulce y pese a que al principio era sólido, al poco tiempo se deshacía en la boca.

En un palo de textura extraña, blando y fibroso, venían ensartados varios de estos dulces en forma de espiral, adornados con tiritas de colores, una banderita de Cali hecha con cartulina y un hermoso ringlete azul. La suerte de ramo de dulces venía cubierto por un celofán transparente.

“Feliz Día de los Ahijados”, me dijo el abuelo Héctor, mientras me pasaba con sus manos grandes la maceta. Creo que fue uno de los momentos más felices de mi vida.

Así siguió pasando año tras año, hasta que cumplí como 13 o 14 años. El abuelo Héctor reemplazó el alfeñique por un billete con la cara de Julio Garavito. Y así fue cada 29 de junio hasta que murió. Ahora, cuando puedo, en el Día de los Ahijados, me compro un dulce de esos blancos con forma de espiral para acordarme del viejo.

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Eduardo Otero tiene 49 años y creció entre macetas. Hace parte de la tercera generación de artesanos del alfeñique de su familia. Hoy en día trabaja como taxista, pero también es el encargado de batir el dulce antes de que pase a la mesa donde se le da forma.

“Mi abuelo era un poco cerrado. Solo le gustaba que uno le tuviera el garabato, que en ese tiempo era un palo largo que se recostaba a una escalera. Ahí se empotraba y uno lo tenía en la mano. Y siempre con la tentación de comer un pedazo de dulce y a él no le gustaba que uno tocara ni que pidiera dulce. Mi abuela sí nos dejaba comer”, dice el hombre, mientras golpea el alfeñique contra el palo.

A medida   que fue pasando el tiempo, cuenta Eduardo, su abuelo se fue enfermando y su abuela ya no tenía la fuerza para darle maleabilidad al alfeñique. “Ahí fue cuando ya nos tocó entrar a ayudar. Toda la vida hemos hecho esto y ya mi hijo y los sobrinos también ayudan”.

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Mientras habla, Eduardo termina de batir el alfeñique. Ahora su color es como el de las perlas, brillante y diáfano. Ya el dulce está listo para tomar forma. Entonces lo lleva hasta la mesa, donde lo esperan su esposa Beatriz, su suegra, una mujer, una muchacha y doña María. El comedor es el taller de las artesanas de las macetas.

“Esto ha cambiado un poco. Hace tiempo, los padrinos llevaban al ahijado al parque de la colina de San Antonio y les compraban una maceta. El ahijado corría con eso en la mano, y con el ringlete moviéndose por el viento. Ese era el paseo del Día de los Ahijados”, cuenta Eduardo.

Las mujeres se reparten el alfeñique en porciones similares y cada una comienza a armar, con sus manos, las figuras de las macetas; los dulces con forma de remolino que durante tantos y tantos años han endulzado, así sea por un solo día, la vida de un todos los caleños. Una tradición que se resiste a morir y que seguramente vivirá por muchas décadas más.

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