Cuando me mudé de Washington DC a Roma, lo primero que llamó mi atención de la "Ciudad Eterna" no fueron sus ruinas o sus grandes basílicas, sino la gente que no estaba haciendo nada.
PUBLICIDAD
Las señoras que se asomaban a sus ventanas para ver a la gente pasar o los almuerzos de horas y horas. Básicamente, la sensación de que la gente estaba perdiendo el tiempo porque no se lo gastaban de la misma forma que lo hacía yo.
Para mí, "hacer nada" era lo opuesto a ser productivo. Y para mí productivo significaba -ya sea en modo creativo, intelectual o práctico- usar el tiempo de forma eficaz.
Pero el tiempo se encargaría de darme una lección: a medida que llenamos nuestros días con más y más tareas, muchos de nosotros estamos descubriendo que ese "no parar" no es precisamente la apoteosis de la productividad.
Es todo lo contrario: su peor adversario.
Los investigadores han descubierto que no solo el trabajo que hacemos al final de una jornada de 14 horas es de mala calidad, sino que también afecta la capacidad creativa y de razonamiento.
Y ese trabajo sin descanso, puede, irónicamente, dejarnos sin un propósito en la vida.