No hay duda de que el español es una lengua grande, muy grande, realmente muy grande, grandísima, grandiosa, regrande, requetegrande, supergrande, archigrande, extragrande, hipergrande, megagrande, grande a rabiar, tetragrande, la mar de grande, pentagrande, más que grande, lo siguiente de grande…
Una lengua, en definitiva, superlativa.
Y lo es porque en castellano hay varios modos de expresar la hegemonía, de manifestar una cualidad en su grado más alto. Ya sea para lo bueno como para lo malo.
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La forma más común en castellano de formar un superlativo —es decir, de indicar el mayor grado o intensidad de algo— es a través del adverbio "muy". ¿Muy fácil, verdad?
Pero también se puede lograr añadiendo al adjetivo en cuestión la terminación "ísimo", lo que también resulta facilísimo.
Tanto el "muy" como el "ísimo" tienen origen latino. Los antiguos romanos utilizaban la palabra "multu" y la terminación "issimus" para formar en latín los superlativos, es decir, para intensificar el significado de un adjetivo.
Al adjetivo "altus" (alto) bastaba con añadirle al final "issimus" para componer "altissimus" (el más alto). Y, del mismo modo, "fortis (fuerte) pasaba a ser fortissimus (el más fuerte).