Cuando pasas suficiente tiempo con un grupo de 7.000 personas, es sorprendente la cantidad de veces que te topas con las mismas caras.
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La primera vez que vi a Isaac Perreira fue en la carretera, como es de esperarse de un migrante. Bajo el brillo de un sol que podría derretir el asfalto bajo sus pies, se desplazaba renqueando por un puente vial en el rural estado de Chiapas, entre una larga fila de gente al frente y detrás de él.
Isaac tiene una incapacidad cuyo nombre no conoce para la que nunca ha recibido tratamiento adecuado. Sus piernas son como palillos, con músculos atrofiados y sus movimientos son espasmódicos y limitados.
"Mi madre tuvo fiebre cuando estaba embarazada conmigo", dice de manera casual, "y se me metió en los huesos". Sabe que ese no es un diagnóstico muy científico pero es todo lo que conoce al respecto. Lo que espera ahora es que médicos en Estados Unidos puedan ayudarlo a mejorar su movilidad.
Aunque su incapacidad lo hace más lento, Isaac se impone un ritmo admirable. Su progreso está marcado por un rítmico clic, clic, clic sobre el asfalto que hace con un bastón elaborado con un paraguas roto. Conversamos bajo un árbol, mientras bebía unos sorbos de agua y su compañero intentaba en vano parar con señas algún vehículo que los llevara.