Si eres un periodista en busca de historias, un lunes feriado no parece el comienzo más prometedor para tu semana.
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Salvo que vivas en Caracas.
Acabo de empezar en mi nuevo puesto de corresponsal de la BBC en Venezuela y, si la de esta primera semana va a ser la tónica, veo que voy a estar extremadamente ocupado.
Aquí en Venezuela el gobierno de Nicolás Maduro decidió el cierre de todos los bancos y comercios este lunes para introducir la nueva moneda anunciada ya hace mucho tiempo.
Se pretende que el bolívar soberano -como se llama el nuevo dinero- detenga la hiperinflación en curso, la subida desorbitada de los precios que los venezolanos llevan meses padeciendo.
La moneda anterior, el bolívar fuerte, había perdido valor tan rápidamente que los billetes se habían vuelto totalmente inservibles.
Había que reunir tal cantidad de ellos para pagar artículos esenciales que la cosa resultaba ya imposible de manejar.
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La mayoría de los venezolanos se pasaron el lunes preguntándose preocupados cómo funcionaría el nuevo sistema.
Todo el mundo estaba deseoso de hacerse con uno de los nuevos billetes, pero como casi todo en Venezuela, tampoco eso fue fácil.
Con los bancos cerrados y los terminales electrónicos para el pago con tarjeta fuera de servicio desde hace días, los cajeros automáticos eran el único punto de partida posible para la búsqueda.
Así que se formaron largas colas en los pocos que dispensaban efectivo.
Los que lo hacían, entregaban una cantidad máxima de 10 de los nuevos bolívares.
Eso es menos de lo que cuesta una botella de agua.
Los comercios y oficinas bancarias reabrieron el martes y los venezolanos pudieron empezar a familiarizarse con el nuevo bolívar.
Tenderos, hosteleros y otros comerciantes se esforzaban por averiguar qué precio debían ponerle a sus productos.
En los bancos, los confundidos clientes se arremolinaban en torno a los empleados, que hacían lo que podían para explicarles cómo serían las cosas de ahora en adelante.
A pesar del caos, predominaban las sonrisas.
Al mal tiempo, buena cara
Que los venezolanos se las arreglen para conservar su buen humor en estos tiempos tan difíciles para ellos es algo que todavía me deja sin palabras.
Más aún después de las conversaciones que tuve con los clientes en el banco, que me dieron idea de lo dura que es aquí la vida de la gente.
«Llevo ya dos horas aquí», me contó un hombre. «Es cuestión de suerte, hay días que en este banco no tienen nada de dinero».
«Acabo de sacar diez bolívares del cajero», me dijo otro. Estaba relativamente satisfecho. «En el cajero de la clínica donde trabajo no me hubieran dado más que uno».
El tema de conversación de todos era la hiperinflación, tan desbocada que había llevado los precios a un límite que había hecho imposible llevar las cuentas.
Una mujer me explicó cómo opera aquí el marcado. «El queso antes costaba 600 bolívares por kilo. Ahora está entre siete y nueve millones. Hay que decidirse rápido. Si hay algo que no compras hoy, mañana te costará más».
«Es una locura», afirmó otra. «Todo sigue subiendo y el gobierno no puede controlarlo».
Pero al final del día, ocurrió algo que desplazó al bolívar de los titulares de las noticias.
Un terremoto «muy largo»
Mientras la gente caminaba de vuelta a casa comentando si habían tenido la suerte de echar mano a uno de los nuevos billetes, un fuerte terremoto sacudió la ciudad.
Aunque no hubo víctimas, el temblor hizo a muchos salir a toda prisa de los edificios.
«Fue muy largo», decía una mujer mayor enfundada en su bata de andar por casa a la entrada de la torre de viviendas en la que vive.
Junto a sus vecinos, aguardaba a que alguien les dijera que era seguro volver adentro.
Lo cierto es que nadie parecía demasiado preocupado. Si acaso, divertidos por un episodio que los había distraído por un rato de las penurias de su día a día.
En Caracas nunca te aburres.
«No veo ningún futuro»
A la vez que cubría la agitada realidad del país, intentaba establecerme en un lugar nuevo para mí.
Y del que ya he visto que muchos se están marchando.
Con su país en crisis, una multitud de venezolanos ha puesto pies en polvorosa. Se estima que ya son más de dos millones los que han empaquetado sus vidas y comenzado una nueva fuera.
Ahora que por fin llegó el fin de semana, una frase resuena en mi cabeza.
Me la dijo Yorlen, una muchacha de 17 años que hacía fila en el banco y ya tramita su pasaporte para poder reunirse con la hermana que tiene en Perú.
«No veo ningún futuro aquí».
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