Argentina adoptó en los últimos años algunas de las políticas sociales más progresistas de América Latina e incluso del mundo.
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En 2010, fue el primer país latinoamericano (y el décimo en todo el planeta) en aprobar el matrimonio gay. También permitió la adopción por parte de parejas del mismo sexo.
Dos años más tarde, marcó otro hito mundial al sancionar la primera ley de identidad de género que permite a las personas trans usar su nombre y sexo de elección en sus documentos y operarse para adecuar su género sin costo.
Y en 2013, volvió a ser pionero, aprobando una legislación que permite a cualquier adulto (casado o soltero, heterosexual o gay) acceder a técnicas de fertilización asistida de manera gratuita.
Es por esto que muchos recibieron con sorpresa -y casi como una contradicción– la decisión del Senado, que en la madrugada de este jueves se opuso a legalizar el derecho al aborto dentro de las 14 semanas de gestación.
Con el rechazo, por 38 votos contra 31, de un proyecto que había recibido sanción de la Cámara de Diputados tras un reñido debate en junio pasado, el Congreso argentino decidió mantener vigente su legislación actual sobre la interrupción voluntaria del embarazo, que fue escrita hace casi un siglo.
La norma, tal como fue escrita originalmente, considera el aborto un delito salvo cuando corre riesgo la vida o la salud de la madre o cuando el embarazo es producto de una "violación o atentado al pudor contra una mujer idiota o demente".
Pero en 2012, la Corte Suprema de Justicia interpretó que según esta misma ley toda mujer embarazada como resultado de un abuso sexual tiene derecho a acceder a un aborto, sin importar su capacidad intelectual.