Todo empezó cuando Marcela Figueroa redescubrió un dibujo que había hecho en 1986, cuando tenía cinco años. Ese fue su parteaguas.
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El dibujo le revivió el olor de las comidas de su abuela y de su madre. Y la puso a pensar en su relación con el té y el café.
Para Marcela, algo andaba mal con ambas bebidas: aunque de padres cafetaleros, el café siempre le había hecho daño, mientras que su intuición le decía que debía haber algo más allá de las bolsitas de té.
Y así fue como esta arquitecta y urbanista salvadoreña, atrapada en una depresión causada por la muerte por cáncer de su esposo, decidió emprender un viaje para aprender más sobre la infusión.
Su primera visita a una plantación de té fue en San Juan Chamelco, en Guatemala, el país de su esposo. Pero también fue a la plantación de Darjeeling en la India y los jardines del té en Siliguri y Assam, en ese mismo país.