Desnudas de la cintura para abajo, una decena de mujeres camina por el corredor de paredes blancas y luz de tubos fluorescentes. Se cubren con faldas improvisadas, sábanas blancas atadas con un nudo a la cadera, hasta que llegan a la "sala de relajación", un cuarto sin ventanas de sofás mullidos y una TV prendida pero muda.
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Allí esperan, algunas con ojos cerrados, otras pasando las páginas de unas revistas del corazón ajadas de tanto uso, las más con la mirada clavada en la pantalla silenciosa.
Esperan su turno para abortar.
En Hope Medical, una pequeña clínica en la ciudad de Shreveport, en el sur de Estados Unidos, el ajetreo no cesa en una tarde de martes. El sonido grave y penetrante de la bomba de succión que se usa para extraer el feto del útero llena el corredor a intervalos regulares.
Ésta es una de las tres clínicas de abortos que quedan abiertas en el estado de Luisiana y casi no tiene turnos disponibles. Hoy hay 30 pacientes programadas y sólo una no se presenta.
"¿Te parece que estamos a tope? Espera a ver el sábado", dice Kathaleen Pittman, la administradora de este centro que se dedica mayormente a abortos quirúrgicos en el primer trimestre del embarazo.
"Se me hace difícil conciliar el sueño por la noche y los ‘antis’ creen que es porque tengo la conciencia sucia. Claro que no, es porque me preocupa cómo vamos a cuidar de las pacientes del modo que ellas necesitan con todas estas nuevas regulaciones que nos quieren imponer", apunta Pittman.
Suena tan frontal e impetuosa como uno presupondría de una mujer que lleva 35 años en el negocio del aborto. Está enojada, también.