Si se elimina el naranja de los cuadros y los lienzos, el universo que refleja la historia del arte colapsaría.
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Se caería el cielo que está sobre "El grito", la desoladora pintura de Edvard Munch. Saquemos el naranja y todo, desde la cálida gloria eterna de las tumbas egipcias hasta la atormentada barba de los autorretratos de Vincent van Gogh, se desvanecería.
Un sabio árbitro entre el rojo furioso y el implacable amarillo, el naranja es el pigmento sobre el que gira la pintura, una bisagra que le permite a una obra de arte oscilar entre estados opuestos del ser: entre este mundo y el más allá, entre la vida y la muerte.
Fuera del marco de la historia del arte, el naranja ha probado ser un símbolo inusualmente flexible y ha florecido en un amplio espectro de formas y significados culturales.
Aunque la influyente casa real europea de los Orange (naranja, en inglés) tiene ese nombre desde mucho antes de que se acuñara el del color (alrededor del año 1540), su prominente descendiente Guillermo III, más conocido como Guillermo de Orange, abrazó pronto la coincidencia lingüística, allá por 1570.
Fue su bandera naranja, blanca y azul la que se convertiría en precursora de la actual insignia tricolor de Holanda.