Pese a que el escarlata es el color del pecado en el Viejo Testamento, la élite del mundo antiguo estaba sedienta de rojo, un símbolo de riqueza y estatus.
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Y gastó sumas fantásticas de dinero buscando tintes aún más vibrantes hasta que Hernán Cortés y los conquistadores descubrieron un pigmento sumamente saturado en los grandes mercados de Tenochtitlan, emplazada entonces donde hoy se erige el corazón de Ciudad de México.
Fabricado a partir de la trituración de un insecto llamado cochinilla, el misterioso tinte lanzó a España hacia su papel como superpotencia económica y se convirtió en una de las principales exportaciones del Nuevo Mundo, a medida que la moda del rojo se posaba sobre Europa.
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En la Europa clásica y medieval, artesanos y comerciantes competían entre sí en la búsqueda de colores saturados y duraderos que les traerían riquezas en un mundo pleno de telas de tonos débiles y acuosos.
El gremio de los tintoreros guardaba celosamente sus secretos y realizaba casi mágicos actos de alquimia para fijar los colores a la lana, la seda y el algodón.
Usaban raíces y resinas para crear amarillos, verdes y azules satisfactorios. Triturando una especie de caracol marino obtenían un tinte que les permitía crear tejidos color púrpura imperial que valían más que su peso en oro. Pero seguían sin hallar un rojo realmente vibrante.
Durante muchos años, el rojo más común en Europa procedía del Imperio Otomano, donde para obtener el "rojo Turquía" empleaba la raíz de la planta rubia roja (Rubia tinctorum).
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Los tintoreros europeos intentaban desesperadamente reproducir los resultados de Oriente, pero sus éxitos eran parciales, dado que el proceso otomano requería meses de trabajo e implicaba el uso de una pestilente mezcla de estiércol de vaca, aceite de oliva rancio y sangre de ternera, de acuerdo a Amy Butler Greenfield, autora del libro "Un rojo perfecto".
También usaban palo Brasil (Caesalpinia echinata), laca y líquenes, pero los resultados usualmente eran decepcionantes y con frecuencia el proceso ofrecía unos rojos de tonos marrones o naranjas que rápidamente perdían su intensidad.
Para la realeza y las élites, la Sangre de San Juan y el rojo de Armenia (cuyo uso data de un periodo tan antiguo como el siglo 8 A.C., según Butler Greenfield), ofreció los rojos saturados más vibrantes disponibles en Europa hasta el siglo XV.
Pero al ser hecho con distintas variedades de insectos, su producción era laboriosa y su disponibilidad escasa, incluso pese a que se cotizaba a los mayores precios.
Los pueblos de Mesoamérica, en el sur de México, usaban la cochinilla al menos desde el año 2000 A.C., mucho tiempo antes de la llegada de los conquistadores, de acuerdo con la experta en tejidos mexicanos Quetzalina Sánchez.
Los aborígenes en Puebla, Tlaxcala y Oaxaca tenían sistema para criar y manipular los insectos para obtener los mejores resultados y usaban el pigmento para crear pinturas para códices y murales, para teñir telas y plumas e, incluso, como medicina.
La cochinilla en el Nuevo Mundo
Cuando los conquistadores llegaron a Ciudad de México, donde tenía su sede el imperio azteca, el color rojo estaba por todas partes. Las comunidades del extrarradio pagaban sus impuestos a los gobernantes con kilos de cochinillas y rollos de tejidos de color rojo.
"El escarlata es el color de la sangre y el grana de la cochinilla conseguía que (…) el color siempre tuviera un significado, a veces mágico, otras veces religioso", le dijo Sánchez a la BBC.
Cortés inmediatamente reconoció las riquezas de México, sobre las cuales informó en varias cartas el rey Carlos V.
"Debo hablar de algunas de las cosas que he visto, las cuales aunque mal descritas, sé muy bien que causarán tal maravilla que difícilmente serán creídas, debido a que incluso aquellos que las han visto con sus propios ojos son incapaces de comprender su existencia", escribió Cortés al monarca.
En cuanto al gran mercado de Tenochtitlan, que era "dos veces más grande que el de Salamanca", escribió "ellos también venden madejas de distintos tipos de algodón en todos los colores, así que se parece bastante a los mercados de seda de Granada, aunque este tiene una escala mayor; también tiene tantos colores para los pintores como los que pueden hallarse en España y con excelentes tonalidades".
Sus narraciones de primera mano indican que Cortés no estaba totalmente prendado de la cochinilla, pues tenía mayor interés en saquear el oro y la plata.
De vuelta en España, el rey estaba presionado por la situación económica y por la necesidad de mantener unidos sus inmensos dominios en relativa paz, así que, aunque inicialmente no estaba seguro de la promesa de América, quedó fascinado por las narraciones exóticas y vio en la cochinilla una oportunidad para engordar las arcas de la corona.
Para 1523, el pigmento de la cochinilla viajó a España y atrapó la atención del rey, quien le escribió a Cortés para exportarlo a Europa, escribió Butler.
"Con leyes y decretos absurdos (los españoles) monopolizaron el comercio del grana", dice Sánchez. "Ellos obligaron a los indígenas a producir tanto como fuera posible".
Los aborígenes mesoamericanos que se especializaban en la producción del pigmento y no murieron por la enfermedades ni fueron asesinados durante la conquista recibían una paga ínfima mientras que los españoles "se enriquecían enormemente como intermediarios".
El rojo en la historia del arte
El pigmento del insecto de la cochinilla era 10 veces más potente que la Sangre de San Juan y producía 30 veces más tinte por onza que el rojo de Armenia, según Butler.
Así que cuando los tintoreros europeos comenzaron a experimentar con él, quedaron fascinados con su potencial. Lo más importante: era el rojo más brillante y saturado que jamás hubieran visto.
A mediados del siglo XVI se estaba usando en toda Europa y para 1570 se había convertido en uno de los productos más rentables y más vendidos en el continente, creciendo de unas 22 toneladas en 1557 a 150 toneladas en 1574.
El Palacio de Bellas Artes de México presentó recientemente una exposición en la que se mostraba el impacto del rojo de la cochinilla en la paleta europea desde comienzos del siglo XVII.
La muestra incluía obras de pintores barrocos como Cristóbal de Villalpando y Luis Juárez, padre de José Juárez, quienes trabajaron toda su vida en México, junto a trabajos del artista español Sebastián López de Arteaga y maestros como Peter Paul Rubens.
La obra "La incredulidad de Santo Tomás" de López de Arteaga palidece en comparación con la versión de Michelangelo Merisi da Caravaggio del mismo tema, en el que la consternación y la sorpresa del santo es evidente en la piel de su frente surcada.
Pero la túnica roja vestida por Cristo en la pintura de López de Arteaga, mostrando su santidad, salta totalmente desde el lienzo. Ambos artistas usaron la cochinilla, cuya introducción ayudó a establecer el contraste dramático que caracterizó el estilo barroco.