Carlos Rodríguez empezó la mañana del Día de San Valentín con una sonrisa al recibir un regalo de su mejor amiga. Horas después, lloró al pensar que esa misma amiga estaba muerta.
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Con voz serena, pero interrumpida por suspiros temblorosos, el adolescente de 17 años cuenta cómo se atrincheró el miércoles en una oficina de su escuela mientras otro joven, solo dos años mayor que él, masacraba a al menos 17 personas dentro del instituto.
Se acerca la medianoche y han pasado horas desde que el atacante, Nikolas Cruz, fue detenido a las afueras de la escuela.
En los alrededores de la enorme secundaria Marjory Stoneman Douglas, en la apacible ciudad estadounidense de Parkland, en el sur de Florida, hay una decena de patrullas de la policía bloqueando las entradas a los edificios de la escuela, camiones de televisoras locales estacionados frente a un campo de fútbol americano y ya no quedan estudiantes.
Excepto Carlos.