Mientras está listo el almuerzo, Giovani Quiñones construye bajo tierra un pozo de aguas negras para su casa.
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Por un lado pone el cemento, los ladrillos y recibe la ayuda y los comentarios y los chistes de sus amigos y vecinos, todos colombianos que como él emigraron a Antofagasta, en el norte de Chile.
Dentro de la casa, que tiene dos pisos y está armada con contrachapado, suena una olla a presión, un utensilio sagrado en la cocina colombiana para hacer sopas, granos y estofados.
En la fachada hay puesta una bandera de Chile.
«Acá vienen los chilenos y se impresionan de nuestras casas», dice Quiñones, un fornido afrodescendiente del Pacífico colombiano con poco filtro en sus palabras.
Su casa está en el barrio de invasión La Toma, en el norte de la ciudad, pero él se siente orgulloso, porque la tiene «limpia», bien armada y conectada a los sistemas de agua y electricidad, pese a que no paga servicios.
Se dice que Antofagasta, la ciudad más importante de la industria chilena del cobre, ha sido tomada por colombianos como Quiñones. La mayoría, como él, se dedica a la mano de obra.
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Incluso se habla de «Antofalombia«, porque miles llegaron acá por la gran oferta de trabajo, la poca violencia y los beneficios que da el Estado chileno.
Las peluquerías de colombianos, los restaurantes de colombianos y las escuelas de salsa de colombianos resaltan en una ciudad que no tiene reputación de bonita, interesante ni divertida.
Algunos chilenos suelen hablar de sí mismos como una población «fome»: sosa, vestida de grises, sin muchos sobresaltos.
Por eso el calor humano, con todas su añadiduras, que han traído los colombianos resulta ser un evento trasgresor invisible, inesperado y, para algunos, indeseado.
Los puestos de arepas en la calle, los parlantes con vallenato y las mujeres escotadas que te tratan de «mi amor» (un alimento, un género musical y una personalidad) le han dado un nuevo ingrediente a la ciudad.
Un ingrediente sabroso, novedoso, jacarandoso. Pero que causa distintas reacciones entre los chilenos.
De la admiración a la desconfianza
Antonio Valdivia nació y se crió en el sur de Chile y llegó a Antofagasta hace 13 años para trabajar en la minería hasta que hace dos se enfermó.
«No tengo nada contra los colombianos, pero son desordenados», me dijo, sentados en la Plaza Colón, en pleno centro de Antofagasta.
Además de «fome», los chilenos también se consideran ordenados.
El regocijo del colombiano, que pone música de viernes a domingo, genera tanto desconcierto como curiosidad. Y se contagia.
Valdivia ahora le dice «papi» y «mami» a la gente con que se cruza.
«Estamos todos así, como si nos hubiera picado algo«, justifica, moviendo los hombros como quien imita un baile. Y se ríe.
Pero los colombianos no sólo aportan alegría.
«Están haciendo los trabajos que los chilenos no quieren hacer», asegura Valdivia, mientras vemos a un barrendero con evidente porte de colombiano.
Gran parte de los colombianos que vienen a Chile, y sobre todo a Antofagasta, son desplazados por la violencia que tienen habilidades en construcción y servicios de limpieza y atención.
Pero algunos también han logrado emprender y pasar a la clase media, como es el caso de Jorge Hurtado, un caleño que lleva 6 años acá y tiene una de las peluquerías para hombres más concurridas de la ciudad.
«Empezamos con una silla de plástico y dos espejos viejos», recuerda. Pasó tres años «sin pisar una discoteca» y trabaja 12 horas al día, añade.
Hurtado vende algo que muchos otros colombianos, y algunos venezolanos, están patentando en Chile: el corte dregadé para hombre: largo arriba y corto a los lados,
«Primero fueron los futbolistas y ahora nosotros acá lo estamos poniendo de moda», sostiene Hurtado.
Casi todos los jóvenes en Chile llevan el dregadé. Y, con eso, las peluquerías de colombianos y venezolanos no hacen sino proliferarse.
En los medios, no en la calle
Durante los últimos años, miles de residentes del suroeste de Colombia -en especial de las regiones del Pacífico y del Valle del Cauca, afectadas por el aumento de la siembra de coca- han emigrado a ciudades con gran oferta de trabajo como Antofagasta, que tiene un ingreso por persona de US$37.000 anual, una cifra tan alta como en Francia o Italia y muy por encima de los promedios de la región o de Chile mismo.
Allí encuentran empleos bien remunerados y gozan de bajas tasas de criminalidad y de sistemas de salud y educación que, comparados con Colombia, parecen de país europeo.
«Nosotros acá estamos bien, mucho mejor que en Colombia, este es nuestro hogar, y estamos agradecidos con Chile por abrirnos las puertas», señala Jonny Montaño, un soldador y trabajador social famoso entre los habitantes de las «tomas».
«Ha venido mucha gente a trabajar, como también hay gente que viene a delinquir, y eso ha hecho que el chileno la tome (ataque) no contra el delincuente, sino contra el colombiano, sobre todo el colombiano de color», afirma.
Montaño, aunque no pierde su acento caleño, ha ido adoptando palabras chilenas, como «pega» para hablar del trabajo, «al tiro» para decir «rápido» y «cachái» para preguntar si se entiende.
La experiencia de los colombianos en Chile no solamente ha sido aquella de la difusión y fascinación cultural por lo desconocido. También ha habido cizaña.
Según Montaño, que tiene amigos y jefes chilenos, la discriminación no se da en la calle, donde hay convivencia, coqueteo y un estilo de amalgama cultural.
Pero «en las redes sociales la cosa cambia«, dice, que al ver un nuevo video de un colombiano discutiendo con un chileno me muestra los comentarios, que son una ráfaga de insultos.
A eso se suman las series colombianas sobre narcos, mafias y violencia y los reportajes en medios chilenos y colombianos sobre descuartizamientos, violaciones o robos perpetrados por colombianos en Antofagasta.
En una toma donde la población inmigrante es diversa, hablé con una madre de familia, de origen boliviano pero en Chile hace 15 años, que sospechaba de que estuviera tomando fotos y de que anduviera con dos colombianos afrodescendientes.
«Se han hecho la fama solitos», me dijo. «8 de cada 10 noticias malas son por colombianos; justo ayer acá vimos a tres colombianos asaltando un carro con armas», aseguró.
La mujer, que pidió no revelar su nombre, habló de las «robamaridos«, colombianas que llegan a Antofagasta a quitarles los esposos a las chilenas, un mecanismo que los medios han difundido, aunque sin muchas pruebas.
También mencionó otra modalidad: «La colombiana viene acá con su currículo», afirmó, señalando sus senos. «Se conquista a un chileno huevón, le dice que tiene que traer a sus hijos con un primo y resulta que el primo es el esposo».
La provincia de Antofagasta tiene 400.000 habitantes, de los cuales 16% son extranjeros: 23.000 colombianos, 16.000 bolivianos y 13.500 peruanos, según cifras oficiales.
La última década ha sido la primera vez en dos siglos que Chile ha recibido inmigrantes en masa y no es claro cómo puede el país adaptarse cultural y legalmente a una ola migratoria que parece indetenible.
Algunos piden más controles, sistemas de visado y presencia policial en las tomas, pero otros aseguran que el uso de la fuerza y la falta de integración pueden potenciar la discriminación e incluso la criminalidad.
Hoy por hoy, solo el 9% de los crímenes en Antofagasta tienen a un inmigrante como imputado, según cifras de la Contraloría local.
Una solución «digna»
Felipe Berríos, uno de los curas más famosos de Chile, vive en una toma en el norte de Antofagasta y gestiona la que cree es una solución «digna» a la cuestión migratoria.
Como Quiñones, el mundialmente prestigioso sacerdote jesuita vive en una casa de dos cuartos con paredes de contrachapado, muebles reciclados y una cocineta básica.
Está en el Campamento Luz Divina, mejor conocido como «el mall«, porque todo el material que se usa en las casas es sacado de un basural.
Allí viven 115 familias: 7 colombianas, 7 chilenas, 50 peruanas y 51 bolivianas.
Berríos lo llama «un barrio transitorio», porque el Estado ha intervenido la zona con un presupuesto que se usa para construir comedores, centros de estudios, bibliotecas y una iglesia, entre otras cosas.
Las familias están de salida del barrio, porque casi todas tienen aceptado un subsidio para comprar viviendas en la ciudad. Las casas del campamento serán ocupadas por inmigrantes recién llegados.
Berríos destaca el valor que aportan los inmigrantes colombianos.
«Nos vamos a enriquecer en comida, en vestimenta, en lenguaje, económicamente (…) El colombiano habla, es exuberante para vestirse, para la música, y nosotros somos parcos, aburridos», me dijo.
Pero si la inmigración es una fuente de cultura, también puede serlo de discriminación.
«Si se ve al colombiano desde los celos, desde la sensación de invasión, va a haber un choque«, estimó.
Y en la medida en que la vida de las tomas sea más digna, aseguró, habrá más integración.
«La discriminación no es con los colombianos, sino con los pobres. Si llega un colombiano con plata se le abren todas las puertas. Pero si es pobre, se asocia con la fealdad, con la mugre, con la indignidad, y eso no es así, porque todos somos dignos».
También busca una casa más digna Quiñones, el fornido colombiano que armaba su pozo de aguas negras.
Como otros colombianos, él tiene una bandera de Chile colgada en la fachada de su casa.
La ley exige que la gente la ponga durante las fiestas patrias, pero algunos colombianos en Antofagasta las dejaron todo el año.
Quiñones explica: «Es como pa’ declarar las buenas intenciones, ¿sí me entiende?»