Aunque no siempre salta a la vista y quizá solo lo notan quienes se ven reflejados en esos pequeños destellos, Bogotá tiene matices que brillan en tonos morenos, cafés vibrantes y azabaches. Hay ojos amables que cuentan historias de dioses traídos de otro continente y turbantes altos que se elevan entre los mismos edificios que llenan de concreto esta ciudad andina.
A Anyela Guanga le tomó varias semanas descubrir esa magia tras su llegada a la ciudad. Volver a sentir el calor de la comunidad negra, ese que se despierta al sentirse rodeado de los suyos, no fue de inmediato. La ciudad la recibió con frío, con miradas extrañas y con la sensación de no pertenecer.
Había llegado desde Tumaco, desplazada por la violencia que azotó su territorio y quebró a su familia, pues uno de sus primos fue asesinado y, desde entonces, muchos de los suyos migraron a distintos rincones del país, incluso fuera de Colombia. A ella, el destino la trajo a la capital, una urbe a la que le costó llamar hogar.
Anyela llegó con una sola maleta. En ella había dos faldas, un jean, algunos trastes y el recuerdo dolido de su tierra natal, el cual viajaba dentro de un corazón en el que la nostalgia le palpitaba con fuerza. Desde el primer momento, confirmó lo que había escuchado sobre Bogotá, “una ciudad que no siempre es amable con la gente negra”. Ningún taxi quería llevarla a su destino y cuando al fin uno accedió, comenzó un viaje largo y empinado hacia San Cristóbal. Las lomas parecían no tener fin y todas las casas tenían vista a los imponentes cerros. Subida tras subida, rodeada de montañas, Anyela sentía que todo era nuevo.
Llegó a la casa de un paisano, esperando hallar el calor de los conocidos, pero allí también todo había cambiado; los muebles estaban fríos, tanto como el ambiente que los rodeaba. Al sentarse, su cuerpo tembló, no solo por el clima, sino por esa sensación de que incluso los suyos se habían transformado. “Ya se habían vuelto gente de aquí, los notaba raros”, diría después. Donde esperaba refugio, encontró distancia; donde buscaba familiaridad, hubo incomodidad.
Bogotá, aunque es ciudad de todos, no siempre es la ciudad para todos. Pese a que en sus calles se mezclan acentos, pieles, memorias y oficios venidos de los rincones del país, hallar espacio para las diferencias aún cuesta. Cuesta ser el distinto en una ciudad que, por momentos, se cierra a lo que no entiende.

Anyela lo sintió desde el primer día. El frío no solo venía del clima también estaba en las miradas, en los gestos, en el silencio que aparta. Caminaba por las calles de la ciudad y los rostros que la rodeaban le respondían con distancia, con temor, con prejuicio. “¿Pero qué es lo que tengo?”, se preguntaba. Como si su piel hablara antes que ella, como si ser negra fuera una barrera que nadie había puesto, pero que todos parecían notar.
Y mientras lloraba cada noche, deseando volver a su casa, el hogar que ya no era seguro, se enfrentaba a resistir no solo al desarraigo, sino al rechazo. No había lugar seguro, ni aquí ni allá, solo un cuerpo que cargaba con todo lo vivido, todo lo perdido y los sueños que tenía la esperanza de construir.
Mientras caminaba entre los puestos del 20 de Julio, en medio de las ventas ambulantes, la iglesia y el bullicio, se cruzó con una compañera de Tumaco. Fue ella quien le habló del barrio San Bernardo, donde se podía arrendar por días. No era fácil, no era cómodo, pero Anyela decidió enfrentarse al reto.
Con valentía, montó una pequeña fábrica de cocadas y cucas vallunas, ese dulce sabor que traía de su tierra. Fue a través de ese emprendimiento, entre el olor a panela y coco, entre la venta callejera y el encuentro con otras víctimas del conflicto, que comenzó a construir su lugar en esta ciudad. Así, poco a poco, Bogotá dejó de ser solo fría y ajena. Comenzó a tener toques de su hogar, empezando por los sabores de sus ancestros.
Desde el corazón del centro de Bogotá, entre el ajetreo de la carrera Décima con avenida Jiménez y el vapor dulce de las cocadas recién hechas, Anyela empezó a reconstruir ese tejido invisible que une a los pueblos negros, no importa en qué rincón del mundo estén. Con su triciclo y su canto de venta no solo se abría camino entre los adoquines de la ciudad, sino que empezó abrir espacio para los suyos, para los que, como ella, llegaron con el alma rota por la guerra, el desarraigo y el racismo.
El emprendimiento que nació por necesidad se convirtió en herramienta de empoderamiento. Allí, en su fábrica y en la calle, dio empleo a quien lo necesitara: negros, mestizos, indígenas, víctimas. A cada uno lo acogía con la misma calidez que añoraba de Tumaco. “¿Usted es desplazado?”, preguntaba al ver rostros conocidos en la diferencia. Y si la respuesta era sí, los escuchaba, los orientaba, anotaba sus nombres para no olvidarlos y los invitaba a una reunión en su casa para buscar las posibilidades que podrían tener los desplazados en Bogotá. Así nació ASOETNIC, la Asociación de Desplazados, Población Vulnerable y Grupos Étnicos, como una trinchera de dignidad en medio del caos capitalino.
Anyela, la mujer que llegó con dos faldas y un jean, terminó volviéndose faro para otros. En sus manos no solo hubo dulces que encantaban el paladar de los rolos, también hubo caminos, hubo fe. En su voz retumbó la fuerza ancestral del Pacífico y en su andar se tejió un nuevo territorio común, donde ser negro no es motivo de vergüenza ni rechazo, sino raíz, historia y poder.
Donde muchos habrían dado media vuelta por miedo al rechazo, Anyela decidió quedarse y plantar cara. La ciudad que al principio la hizo llorar todos los días terminó siendo el escenario donde se reinventó. Con cada puerta cerrada, ella entendía que su diferencia, esa piel, esa voz, esa raíz, no eran un obstáculo, sino una potencia. Fue entonces cuando empezó a soñar con algo más grande: no solo un emprendimiento para sobrevivir, sino una plataforma para transformar. “Bogotá, a través de esa mala experiencia, me obligó a volverme fuerte”, dice con firmeza. En ese proceso de deconstrucción y reconstrucción, Anyela halló no solo su identidad, sino el propósito de tejer comunidad desde la pedagogía, crear espacios donde las negritudes no solo existan, sino que sean escuchadas, valoradas, visibles.
En un rincón de la ciudad que muchos prefieren evitar, Anyela encontró su hogar. No tenía paredes propias, pero sí un territorio que la abrazaba. Allí, entre calles agitadas y esquinas que cargan historias de exclusión, su vocación de servicio se convirtió en ancla. “Llevaba carpetas de la población víctima, orientaba, asesoraba… todo desde el voluntariado, por amor al proceso comunitario”, recuerda. Ese espacio se volvió su casa. Y no por comodidad, sino porque ahí, entre los cuerpos rotos y los ojos sin rumbo, ella encontró pertenencia.
Se quedaba hasta las siete, las ocho de la noche, y luego caminaba sola hasta San Bernardo, una de las ollas de Bogotá, sin miedo, protegida por algo más grande. Porque en ese barrio era un referente, la paisana que escuchaba, la que ayudaba sin pedir nada a cambio. Incluso los policías le preguntaban por qué los habitantes de calle la seguían, como si en ella hubiera algo inexplicable. “Será la gracia de Dios… o andan detrás de una cocadita”, respondía entre risas. Pero en el fondo sabía que lo que buscaban era su palabra cálida, su mensaje de amor, esa certeza de que alguien los veía y no los juzgaba.
Así se tejió una red impensada integrada por trabajadores sexuales, población LGBT, vendedores ambulantes, habitantes de calle. Anyela no solo los escuchaba, los cuidaba o los orientaba, les daba algo que Bogotá muchas veces niega: dignidad.
Convencida de que en cada acción se podía sembrar dignidad, levantó proyectos sociales que unieran a quienes, como ella, buscaban sentido en medio del desarraigo. San Cristóbal, la misma localidad donde alguna vez nadie quiso llevarla en taxi, se convirtió en su territorio de acción. “Somos el 8,7% de la población negra en Bogotá. Somos más de 57.000. Necesitamos que las entidades nos vean, que se sumen a la construcción del pueblo afrocolombiano en esta ciudad”, aseguró.
Anyela entendió que su herencia no solo era un ancla al pasado, sino una ofrenda para el presente. En Bogotá, esa ciudad que alguna vez le pareció ajena, encontró una manera de sembrar sus raíces en nuevos suelos. Lo hizo desde la cocina, el cuerpo y la palabra. Llegó a formar parte de liderazgos comunitarios que, lejos de olvidar, hacían de la memoria una trinchera viva. Fue parte del proceso fundacional del Centro de Memoria Distrital, donde coordinó espacios como Sabores y Saberes y Teatro Foro, dos oficios del alma que convocaban a recordar a través del paladar y la escena.
En Sabores y Saberes, el fogón se convertía en un puente entre mundos: desde allí, Anyela y otras mujeres afro cocinaban no solo mariscos y recetas del Pacífico, sino también un relato colectivo que hablaba de territorios y resistencia. Cada plato era una evocación, una historia viva, compartida con rolos, con vecinos, con afrodescendientes de otras regiones que también habían llegado a Bogotá buscando recomponerse. “A la gente le encanta el marisco, la comida distinta”, dice con una sonrisa orgullosa.
La historia de Anyela, que a los ojos de algunos podría parecer desoladora, para muchos otros es la prueba viva de que la raíz no siempre está donde nacemos, sino donde decidimos florecer. Su camino es una muestra de esa capacidad profundamente negra y humana de pararse firme incluso en tierra que no parece propia. El hogar para Anyela, está donde el corazón se atreve a anidar y la mitad del suyo, el que late con fuerza detrás del turbante amplio, de los colores vivos en su ropa, de los labios pintados con alegría y de una sonrisa que acoge a quien se cruce, le pertenece a esta ciudad.
Bogotá, con su paleta de grises, el ruido caótico y el caldo de papa, fue también el lugar donde aprendió a resistir, a luchar, a reconocer el valor de ser negra a los ojos de un mundo que insiste en no entender. Y aunque su trabajo comunitario la ha llevado de vuelta a Tumaco en más de una ocasión, siempre termina regresando a esta nevera inmensa, a este frío que también aprendió a abrazar.
Anyela sueña con una Bogotá limpia, no solo en sus calles, sino también en sus intenciones. Sueña con una ciudad donde quepamos todos, no como un favor, sino como un derecho ganado por existir. Anhela que la capital sea cuidada con la misma ternura con la que se cuida un hogar, y que desde las políticas públicas hasta los actos cotidianos, se refleje ese amor.
Bogotá, en su dureza, le enseñó a defenderse, a pararse firme, a alzar la voz no solo por ella, sino por los otros. Pero también, como dice ella con ojos brillantes, le enseñó a amar con pasión y más aún, a amar incondicionalmente. Aprendió que los pequeños gestos, una palabra de aliento, una ‘cuca’ compartida, una reunión en la sala de su casa, también son actos revolucionarios. Y que la vida, aunque compleja, puede hacerse simple si se mira desde el amor. Un amor que abraza la diferencia, que se planta frente a la injusticia, y que convierte el dolor en motor de cambio.
Porque en sus palabras, las manos negras, esas mismas que la violencia les ha querido arrebatar todo, tienen hoy la fuerza y la dignidad de tejer territorio donde les dé la gana. En la plaza, en el centro, en las cocinas, en las calles del sur, allí donde haya un alma abierta, Anyela siembra comunidad. Y en ese gesto, simple y profundo, redefine el sentido de pertenencia para todo un pueblo y nos da la lección de que, efectivamente, los negros también existimos en Bogotá.

Esta crónica hace parte de un especial periodístico de PUBLIMETRO COLOMBIA a propósito del cumpleaños número 487 de Bogotá. Puede consultar todos los contenidos aquí.

