Días antes de aquel domingo 1° de diciembre de 2019, Carlos Fabián Pineda Henríquez acudió al que es, hasta el momento, el último llamado que le hizo Valle del Muerto, su lugar favorito en el mundo. Ahí vio su primera lluvia de estrellas, acampó durante noches junto a cientos de frailejones, dejó que las aguas heladas de la Laguna Tapada atravesaran su piel como alfileres enramados y le dejaran arraigada para siempre su querida Mérida. Todo esto fue antes de tomar el consejo de su hermana y llegar a Bogotá, la ciudad en la que ya completa cinco calendarios.
El jolgorio decembrino estaba latente, y más en una urbe pequeña y colindante con la frontera colombo-venezolana, en donde el anhelo del reencuentro con el ser querido se potencia en las fiestas, y más en tiempos de crisis como en los que Carlos decidió partir, al igual que muchos de sus compatriotas. Eso sí, con un diferencial notorio, que sus padres son cafeteros, su madre radicada en Barranquilla y en ‘la nevera’ su papá. Él lo estaba esperando en la localidad de Suba y le dio instrucciones precisas. Carlos decidió omitirlas. Eso hizo que cogiera callo y se llenara de primeras buenas impresiones.
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Un día antes de su partida, el sábado 30 de noviembre, empacó los recuerdos de aquel valle en una pequeña maleta y se vistió de licra y short para treparse durante más de 14 horas en un bus. Pero antes de esto se despidió del hombre al que considera su segundo progenitor, quien le deseó grandes éxitos. Después de esto, le dijo adiós a uno de los seres que más ha amado en sus 30 años de vida, Juancho, un perro mestizo color miel con blanco producto de un cruce entre bóxer y una pitbull, que lo acompañó en los días de soledad, ese que llegó a su existir luego de que el instinto lo hiciera perseguir a una perra en celo, ese ser cuya cola acelerada ya no se zarandea, pero que no solo le daba alegría a Carlos, también a los contados 20 amigos del alma que dejó en tierras merideñas.

Aquel joven de 25 años, se vino a ciegas sin información de la ciudad en la que iba a habitar, solo sabía que su papá ya le tenía trabajo fijo. La mayor parte del recorrido permaneció estático en su silla, menos en las curvas que rodean el Páramo de Berlín, sector que le dio pistas de lo que se le venía encima, ya que el frío incesante lo hizo titilar como nunca. Esa sensación se mezcló con un mareo que hizo vomitar a más de 14 personas dentro del bus. Pero encontraron calma en la única parada que hubo en el recorrido hasta el Terminal del Salitre, el sitio al que Carlos arribó sin siquiera apreciar la inmensidad de la sabana. El sueño lo invadió en el final del trayecto.
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Una vez tocó suelo bogotano se topó con el caos del terminal, aumentado en varios niveles por el afán de los que se van a pasar Velitas, Navidad y Fin de Año lejos de la ciudad. A primera vista Bogotá no se le hizo tan imponente. En el sector del Salitre caracterizado por el tono azafrán de sus conjuntos residenciales enladrillados no están los gigantescos edificios del Centro o del Norte. Eso lo hizo sentir en confianza como si estuviera en Mérida, hasta el punto de que prefirió no hacerle caso a su papá y coger transporte público en vez de taxi.
Ya con el pecho inflado de seguridad llegó a Suba La Toscana, con la sorpresa de que en su celular no había rastro de batería, y fue allí cuando se sorprendió con la amabilidad de la gente. Sin pedirlo, en una panadería no solo le ofrecieron carga para su teléfono, también un chocolate y un pan, alimentos que por pena no quiso recibir en un principio, pero que si le ayudaron a combatir el frío de las 7:00 a.m, ese que aún asocia con el que sentía cuando visitaba Mucuchíes en su natal Venezuela.
El ‘camello’ en Bogotá
Lo del trabajo prometido por su papá fue diciendo y haciendo. Medio se acomodó en el cuarto que compartía con el hombre que le dio la vida y comenzó a recargar a energías porque al otro día de su arribo, el ‘camello’ por el que vino a estas tierras ya lo estaba esperando. Muy a las cuatro de la madrugada se bañó y alistó, y con ello el frío lo obligó a dejar atrás una de sus costumbres cotidianas, andar con solo camisa o sin ella dentro de la casa. El helaje o azotó hasta tal punto que tuvo que rebuscarse un suéter que lo cobijara en el trayecto de Suba a Las Flores, en Chapinero, sitio en el que quedaba ubicado el restaurante en el que trabajó hasta que la pandemia hizo cesar cualquier tipo de actividad grupal.
En un tiempo en el que la incertidumbre quería sobrepasar a la necesidad, Carlos y su padre se las ingeniaron para conseguir sustento, inspirados en un vendedor que, como miles de capitalinos se la lucha informalmente para llevar la papita al hogar. Entonces vieron en un carro de supermercado, repleto de almojábanas, una oportunidad de emprender y con ello establecer esos lazos de afecto que entre padre e hijo casi no se habían hecho presentes, debido a que miles de kilómetros los separaron durante una larga temporada.

No solo fueron almojábanas, sino también arepas boyacenses, yogures, quesos, y productos de charcutería, los cuales eran vendidos a punta de timbre, rotando su emprendimiento en diferentes barrios de Suba, como 21 Ángeles y Compartir. Estos esfuerzos los hicieron antes de que Pfizer, Moderna y AztraZeneca hicieran que los locales comerciales volvieran a la normalidad, provocando que el negocio de Carlos y su papá bajara sus ventas y por ende, que tomaran la decisión de buscar un nuevo empleo.
Una panadería acogió durante cuatro años a Carlos, tiempo y lugar al que les agradece varios de los logros que ha obtenido, como el irse a vivir al Norte, cerca a la zona de Cedritos, quitándose de encima las que considera son eternas horas de trancón que se gastaba para ir a trabajar. Y al ganar más tiempo, ganó más amistades, conectó más con la gente, hizo esos amigos con los que hoy por hoy puede tomarse una cerveza con tranquilidad, ya que para su fortuna, la inseguridad o el maltrato no han golpeado a su puerta.
A las dos decenas que dejó en Mérida, hoy se les suman otros 16 ‘panas’ con los que se toma una ‘pola’ al salir de trabajar, y sale a disfrutar de los sabores que hay bajo un parasol en la calle. Esos negocios de comida rápida para Carlos no son solo eso, comida, sino la muestra de que desde una pequeña plancha surgen muchos sueños que alimentan a miles de personas y, que tienen sazón variado. Son los negocios que están en Galerías, la Primero de Mayo o la 85, sectores en los que él ha tenido gratos momentos y que para él también identifican a Bogotá, ya que se activan desde el atardecer, retumban bajo la luna y cesan al llegar el alba.
Bogotá sigue plasmando el lema de ser la ciudad de todos y para todos, y en el caso de Carlos no es la excepción, aunque él es consciente de que no todos sus compatriotas han tenido la misma suerte y prefieren migrar a otras latitudes. Pero Bogotá no solo recibe, Bogotá prepara, Bogotá impulsa al trabajador, Bogotá es hasta el momento la casa de otro soñador que espera ver lluvias de estrellas en Suiza o Italia, países a los que quiere llegar con una de las más grandes enseñanzas que le ha dejado la capital colombiana, lema de vida que espera se plasme en los pensamientos de quien lea estas letras:
“Si Bogotá fuera una persona le diría “gracias”. Es una ciudad acogedora, tranquila en la que puedo sentarme en cualquier lugar y sentirme en casa. Bogotá me está preparando para conocer muchos más lugares del mundo, pero la tranquilidad no se puede mezclar con la pasividad, acá si estás dormido te lleva la corriente. Acá se puede hacer vida y dinero solo si se lucha y se pone corazón como lo hace su gente. Bogotá es la experiencia más grande que he vivido”, asegura Carlos.
Esta crónica hace parte de un especial periodístico de PUBLIMETRO COLOMBIA a propósito del cumpleaños número 487 de Bogotá. Puede consultar todos los contenidos aquí >>>> https://www.publimetro.co/bogota/

