En determinado momento cuando era niño, si debía o quería dibujar un árbol, de manera indistinta dibujaba un manzano. No era el único; a cierta edad, la mayoría de los estudiantes del curso asociábamos la idea de “árbol” a manzanos. ¿Y cómo sabíamos que eran manzanos? Por las pelotas rojas colgando de la copa, naturalmente. También dibujaríamos pinos y palmeras, pero hasta ahí. No recuerdo haber dibujado un papayo, un samán, una pitaya.
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¿Por qué manzanos en un país donde no son especialmente importantes y que cuenta con un variedad de más de 400 frutas, de las cuales, por lo general, no conocemos más que un puñado y de ese puñado tenemos aún menos en nuestro imaginario? ¿Sería pereza por imaginar otros?, ¿sería el asombro al comprobar que solo se necesitaban un par de palos cafés, una nube verde y pelotas rojas como manzanas para tener un árbol?
Algo parecido sucede con nuestras ideas espirituales, que con frecuencia son las mismas de nuestra familia o cultura. Es fácil haberlas interiorizado al punto de olvidar su origen y que, a fuerza de recibirlas, las hayamos asumido como ciertas, aunque en realidad “solo” son predominantes.
En 2015, como parte de un proceso de investigación para dibujar una serie de pinturas/dibujos llamada Los sueños de la selva, leí apartes de Literatura oral sikuani, un compendio de historias de este pueblo que realizó el antropólogo Francisco Ortiz. En este supe de Furnáminali (Furná), un héroe, y de Kwemeini, una serpiente que tenía forma de persona. Resulta que una vez Kwemeini puso una trampa para cazar animales y Furná, que se había convertido en un morrocoi, cayó en ella. Al día siguiente Kwemeini encontró el morrocoi e intentó cargarlo, pero era muy pesado. Kwemeini decidió devolverse a su casa y mandó a su hija, Maxunaxunali, a recogerlo. A Furná le gustó la muchacha y le dijo que quería irse con ella. Ella le dijo que su papá la revisaba por todas partes cuando llegaba a su casa, por lo cual no podía llevárselo. Furná se convirtió entonces en garrapata y se prendió del sexo de la muchacha. En la noche, mientras dormían, Kwemeini oyó que alguien se tiró un pedo, lo cual lo extrañó, “porque ellos nunca lo hacían, porque no tenían culo” (supongo que por ser serpientes). Al leer la situación pensé que no recuerdo historia alguna de la Biblia, el libro sagrado del marco espiritual predominante en Colombia, donde se mencione al ano y, menos aún, un pedo. Podría parecer algo sin importancia, ¿pero no es llamativa la omisión de uno de nuestros agujeros esenciales y con el que, como individuos y como especie, nos hemos relacionado de tantas maneras? La historia sikuani me recordó, una vez más, el bosque espiritual de manzanos en el que crecí. Si uno no está atento, puede llegar a creer que no es uno más, sino el bosque, el único, el verdadero.