Si bien con frecuencia un creyente en algo más/superior acepta que es una manifestación divina –llámese Dios, la fuerza, la vida, el universo–, asumir el concepto budista de que el “yo” es una ilusión puede resultarle problemático. No es de extrañar, teniendo en cuenta que hemos crecido en una sociedad católica y capitalista en la que, de manera constante, se refuerzan ideas como que, como individuos, debemos distinguirnos, somos o deberíamos ser únicos, debemos satisfacer nuestros deseos y pelear por nuestros derechos.
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Pensar en que no somos más que una manifestación de la gran energía es posible sin que cambie mucho la idea que tenemos del mundo; se complejiza un poco más si le quitamos “la gran” –quitando el halo de divinidad–, y dejamos solo que no somos más que una manifestación de energía. Esta idea tiene relación con lo que planteaba en una columna pasada, donde me detenía en la diferencia entre ser y estar. Desde el budismo, apuesta experiencial, creer que somos, que tenemos un yo, es un motivo de sufrimiento y la manera de ir más allá es lograr interiorizar que estamos y que lo único que podemos intentar abrazar, no resolver, es lo que tenemos en frente, sea lo que sea.
Esta idea de que somos en lugar de que estamos genera más peso de lo que imaginamos en nuestras acciones. Es, quizás, la base de los monólogos interiores, cuando pululan ideas sobre lo que se supone que somos o deberíamos ser. En una columna pasada hablaba de tres recursos que, ahora que lo pienso, ayudan a reforzar la idea de que estamos: la meditación, practicar un deporte (el esfuerzo físico) y crear una voz compasiva. Las tres actividades no nos dan más alternativa que sentirlas o padecerlas y, con ello, a veces, lo que somos o se supone que somos deja de tener peso.
Al hablar con un amigo ceramista sobre este tema, me decía que me había faltado un cuarto recurso para relacionarse con el monólogo interior: crear. Podríamos decir que crear es o puede llegar a ser esa actividad con la que, en los momentos más emocionantes, nos sentimos conectados con una materia (física o mental), nuestro verdadero ser, Dios, el chorro de energía, el gran chorro de energía, el genio, una entidad. En mi caso, si pienso en la creación, mi sensación es que me siento más conectado cuando estoy enfocado en el proceso y no en lo que espero que sea el resultado. En otras palabras, cuando estoy y no cuando la actividad está mediada por mis expectativas, asociadas con lo que he logrado antes, con lo que he producido en otros y en mí mismo.
Aunque crear –cuando logra sacarnos de quienes somos y nos “reduce” a la sola acción– es un gran y delicioso truco para embaucar a la mente, lo problemático es toda la dignidad con la que hemos envestido a la palabra. Como cuarto recurso para relacionarse con el diálogo interior prefiero pensar, más que en crear, en cualquier actividad que nos relacione con una materia (física o mental), sin que haya un propósito claro más allá del juego que la materia propone: tejer, cocinar, la jardinería, la carpintería, leer, escribir, editar, bailar y un largo etcétera.
¿Que en estas actividades es difícil estar en lugar de ser? Claro, como en cualquier actividad que desempeñamos, la idea del yo puede resultar un estorbo, algo que bloquea el proceso. Si nos detenemos por un momento, seguro que practicamos más de una actividad en la que dejamos de importar como individuos y lo único que importa es la acción en sí porque nos domina. Ahora, la propuesta budista es extender esa sensación de asombro y paz y curiosidad a cualquier actividad que hagamos. Ambiciosa, ¿no? Sobre todo si pensamos que la mayoría de nosotros no logramos estar presentes ni siquiera en todo el tiempo que dedicamos a esas actividades que nos apasionan.