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Opinión: Treinta patacones

“Si sus alumnos pueden pagar cifras de ese tamaño por simple ropa, están dispuestos a pagar millonadas por obtener un cartón”

Treinta millones de pesos vale un semestre de medicina en los Andes o en la Javeriana. Trescientos millones al final del camino, eso sin incluir costuras como los derechos de grado, y asumiendo que el alumno no reprueba nada y acaba la carrera en los diez semestres presupuestados. Trecientos palos y eres un triste médico general que necesita hacer una especialización para recuperar la inversión de haber estudiado toda la vida, porque a esa cifra escandalosa hay que sumarle once años de colegio, que aunque necesarios, no son sino mera preparación para la universidad.

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El estudio no es rentable. Para los alumnos, quiero decir, porque para las instituciones educativas es una belleza. Basta comparar lo que cobran con lo que les pagan a los profesores para ver que es un negocio redondo. Disfrazados de centros de estudio, son más bien establecimientos comerciales de alta rentabilidad: facturar primero, educar después.

Mi primer semestre costó algo menos de cuatrocientos mil pesos, hace ya varios años, claro, y por el último pagué unos dos millones y medio. Es comparar el aumento del costo de la vida con el del costo de la educación para ver que no hay concordancia. Mientras los bienes y servicios (y los sueldos en las empresas) suben por escalera, el de los semestres universitarios va en ascensor, y nadie parece controlar su alza.

Hay en Estados Unidos y otros países desarrollados una especie de crisis en los estudios de alto nivel porque los doctorados y maestrías cuestan una fortuna, pero luego quienes los cursan no encuentran empleos con salarios equivalentes a todo eso que invirtieron en tiempo y dinero. Un posgragrado sube unos cuantos dólares (o euros) al sueldo, pero no en la misma proporción a lo que se gastó. Mientras tanto en Colombia, comunicación social en la Javeriana subió par millones y ahora está en catorce, cuando la realidad dice que a recién graduados los están contratando por millón y medio al mes. Acá o allá, así las cuentas no le salen a nadie.

Por eso están protestando en las universidades privadas, donde si bien hay gente que puede costear lo que le cobran, la mayoría es clase media que hace un esfuerzo, esperando que con los años tenga una mejora en su nivel de vida que justifique tanta apretada de cinturón.

Pero no siempre pasa, porque ir a la universidad no es sinónimo de éxito. Aporta herramientas para la vida, claro, pero lo que no le dicen al alumno es que al final, por mucho conocimiento que le imparta, quienes salen adelante de verdad son los talentosos de cuna y los disciplinados, y esos son los menos. El promedio que asiste a clase es gente nacida y educada para sobrevivir con ciertas comodidades, pero condenadas a no cumplir sus sueños. Esos exitosos que triunfan en sus campos de acción y logran acumular pequeñas o grandes fortunas son seres con una cabeza y una fuerza de voluntad excepcionales, y son los menos. Los demás, por mucho título universitario que obtengan, viven en la constante mediocridad y estudian más para no morirse de hambre que otra cosa, de ahí que cobrar treinta millones por cuatro meses de clase sea un abuso.

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Hace unas semanas se hicieron virales los videos donde los estudiantes de las universidades que hoy protestan por el valor de la matrícula hablaban de su ropa, y la suma de las prendas que llevaban puestas podía llegar al millón y medio de pesos en promedio, y hasta los cuatro millones en algunos casos. Quizá las directivas de dichas universidades vieron los videos y pensaron que, si sus alumnos pueden pagar cifras de ese tamaño por simple ropa, están dispuestos a pagar millonadas por obtener un cartón. Y encima les subieron un pequeño porcentaje extra por decir outfit en vez de pinta. Al final las piezas encajan.

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