A veces hay que agotar todos los métodos con tal de conseguir la victoria. No necesariamente hay que medirse en fuerza o en mañas si es necesario frenar el talento de quien está propinándonos un baile de dimensiones cercanas a la vergüenza. Es ahí donde el fútbol abre un portal en el que la línea entre lo antirreglamentario y lo apenas legalmente permitido emerge.
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Mi mamá fue la que me advirtió sin yo saberlo: así son ellas, porque en los momentos en los que la mente está nublada por el triunfo, sobresalen dando una pequeña lección. Me dijo que le echara un vistazo al comportamiento de Carlo Ancelotti hace unos años, que me iba a sorprender. Yo, que lo recordaba como un magnífico 8 que hizo historia como jugador en Roma y Milán, nunca lo tuve como un mañoso y menos como un jugador que, ante la impotencia de verse superado, se refugiara en las malas artes para torcer un destino marcado.
Necesitaba pruebas para poder tumbar el mito del fino volante y del entrenador paternalista que ya acumuló cuatro Champions League como técnico y que levantó el trofeo de las ligas más importantes de Europa teniéndolo a él como guía espiritual y táctico. Y las pruebas aparecieron.
Porque mientras que, una tarde de cancha pelada, su equipo iba perdiendo 3-0 con tres goles anotados por Roberto Boninsegna, (aquel que hiciera el único gol italiano en la final de México 70) miraba hacia el campo con actitud de gangster: sombrero de ala ancha, gabán y cara de pocos amigos: era un Pedro Navajas de cortos. Fue justo ahí que el DT decidió hacerlo ingresar al terreno de juego. No fue sólo, porque también lo acompañaron el gran Roberto Pruzzo -gigantesco goleador en la década del 80- y Luciano Spinosi, rudo zaguero identificado también con los granates de la capital italiana.
Y Ancelotti comenzó a mostrar de lo que era capaz: con Pruzzo como ladero, aniquilaron a Boninsegna con dos codazos en las costillas y en el momento que el delantero estaba doliéndose en el suelo, Carletto le pegó una patada de karateca en la cara. La salida de Boninsegna afectó evidentemente al rival, que después de ir 3-0 tranquilo, empezó a sufrir después de que Pruzzo con dos golazos -uno de cabeza y otro de chalaca- redujo la diferencia.
La sed de sangre de Ancelotti no paró ahí: un caballito que le hizo a un adversario fue determinante para que el otro equipo perdiera un elemento más. Y cuando un jugador, el 17, le iba a dar una trompada a Carlo, el volante le tomó la mano y con una fuerza inusual convirtió el brazo de su agresor en el elemento contundente para noquearlo. No fue la última porque tras ser marcado por detrás, Ancelotti metió rápido movimiento de Kung Fu pegándole en pecho y cara al rival. Para completar, en medio de la desmoralización adversaria, Ancelotti, con un gran cabezazo, marcó el 3-3.
Un penal discutido le dio la ventaja al lado de Carletto, que se iba arriba 4-3. Ahí la batalla campal se salió de las manos: Spinosi fue golpeado a propósito contra el vertical de la portería y Pruzzo fue agredido con el banderín del córner en la cara. Y Carletto llevó también su parte, porque le dieron un patadón en el tobillo y después un taconazo en la cara, que lo sacó de la cancha. El juego lo perdieron al final 5-4.
Fue el duelo más picante del fútbol italiano en la historia del cine. Ángeles y demonios chocaron, pero el mal sucumbió frente al bien, en el marco de la película “Don Camilo”, adaptación de la obra de Guareschi hecha por Terence Hill (el que se liaba a trompadas con Bud Spencer) y donde la amistad entre el actor y Carlo los llevó a compartir set en 1984.
Otro episodio más que hace a Carlo Ancelotti un tipo admirable y querible. Fue extra sin parlamento, justo él, uno de los más importantes protagonistas del fútbol moderno.