El dolor atragantado y la idea de ver el objetivo que se aleja cada vez más es la sensación que quedó después de aquella expedición infructuosa ante los peruanos, capaces de darnos el cachetazo en una contra donde dos de los mejores futbolistas del equipo fallaron clamorosamente: primero Barrios, en la pérdida, y después Ospina, en la infructuosa contención del disparo de Flores.
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Qatar parece un destino que se nos va a hacer esquivo. El juego, las formas, la imposibilidad de hacer diferencia en la portería rival, la escasa creación de verdadero peligro en la portería de los rivales, los cambios de nombres, pero no de sistema, las angustias y la ansiedad que se siente cada vez que uno de los de amarillo toma el balón. Tendría que ocurrir algo impensado para modificar un panorama que parece sellado y que de tajo cortará con la racha de clasificaciones mundialistas de los últimos tiempos (2014 y 2018) y hasta en el final de la trayectoria de hombres que le dieron muchísimo al equipo nacional y que tal vez merecían un mejor premio a su trayectoria (Falcao García es el mejor ejemplo, aunque ya varios de los integrantes de ese equipo -caso Cuadrado- también parecen cerrar un ciclo).
Pero todo tiene un porqué; es que los males hay que encontrarlos y definitivamente el primer paso que se dio hacia el abismo del cual estamos tan cerca, se gestó el 3 de julio del 2018 en el estadio del Spartak de Moscú. La selección nacional acababa de ser eliminada de la Copa rusa a manos de Inglaterra en los penales. Y ahí la dirigencia y parte del periodismo enfilaron contra el argentino para acabarlo, para culparlo de todos los males de nuestro fútbol cuando ellos, parte del periodismo y la dirigencia, eran los verdaderos responsables. Pidieron cabezas como si Colombia tuviera que llegar a la final del torneo (a pesar de que esa experiencia malsana la vivimos en el 94, después de tanto tiempo seguimos cayendo en el mismo error, ubicando a Colombia como una potencia cuando lejos estamos de eso) y la dirigencia pensó en ahorrar centavos pensando que así se harían millonarios. Esa unión de mentalidades -la que indica que somos unos agrandados y la de ser centaveros- fue la más grande palada de tierra que cayó sobre lo que ya parecía ser una tumba abierta.
Entonces se le dio el equipo a Arturo Reyes -entonces empleado de la Federación- y a pensar en el ahorro, en no gastar en un nuevo DT porque, ¿para qué? ¿Qué importa ir ajustando una nueva idea o armar un proyecto nuevo que agregue su impronta a lo bueno que se hizo en el anterior? ¿Eso para qué? Mejor ahorrar la plata que costaría el sueldo y el contrato de un nuevo entrenador.
Y cuando ya decidieron avivarse, ocho meses después, mucho no había en el mercado de directores técnicos disponibles. Con apenas ripio sobre la mesa, la fórmula de que lo barato (que tampoco tan barato) sale caro, se dio de la mano de Carlos Queiroz. Y después Reinaldo Rueda apareció de apagaincendios. Todo mal.
Era imposible haber prodigado mayor torpeza, porque, solo para poner un ejemplo, tras el Mundial de Rusia Ricardo Gareca -el que se encargó de ganarnos el viernes con un Perú competitivo y mañoso- había entrado en conflicto y parecía que no iba a renovar con los incas, pero nunca se hizo nada por empezar una nueva idea de equipo apenas se acabó la relación con Pékerman. Esos ocho meses sin moverse, sin pensar en el futuro, nos están saliendo muy caros hoy.
La dirigencia actual tiene esa culpa, otra de tantas.