Gourmetro

Sabor a selva y río; el lujo de degustar la cocina del Guaviare

La gastronomía nos atrae hoy, la región parece una zona segura y con todo por conocer, emergen el turismo ambiental, el avistamiento de pájaros y micos, las espectaculares pinturas rupestres de Cerro Azul, pero creo que todavía no somos capaces de disfrutar plenamente la intensidad de los sabores amargos de la cocina indígenas, que nos ofrece la región: Julia Londoño Bozzi

Colombia está en un momento de país en el que no solo busca sorprenderse con su despensa y sus tradiciones largamente ignoradas sino que está construyendo la narrativa de la identidad culinaria de sus regiones y una propuesta atractiva de platos y sabores que sabe que pueden atraer al turismo de adentro y de afuera por su autenticidad y variedad.
Cocina del Guaviare (Julia Londoño )

Un rollo de casabe esponjoso relleno de cacao da vueltas por mi boca desconcertada. ¿Es un postre? Un filete de pescado moqueado, metido en una hoja impecablemente trenzada y servido con salsa de Açaí picante es el almuerzo. ¿Me gustan? La verdad es que aún no lo sé.

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Acabo de regresar del Departamento del Guaviare a donde nunca había ido.

Hace diez años ni se nos ocurría pasar por allá. Era zona de guerra, el turismo comunitario no parecía posible, la gastronomía no nos atraía, no lo suficiente.

La gastronomía nos atrae hoy, la región parece una zona segura y con todo por conocer, emergen el turismo ambiental, el avistamiento de pájaros y micos, las espectaculares pinturas rupestres de Cerro Azul, pero creo que todavía no somos capaces de disfrutar plenamente la intensidad de los sabores amargos de la cocina indígenas, que nos ofrece la región.

Es natural, crecemos saboreando lo que se nos sirve, por eso los niños mexicanos no se quejan de sus comidas enchiladas, los costeños comemos mucho dulce en las preparaciones “saladas”, y el tucupí reina en la cocina de la selva donde nadie se quejaría de que amarga al plato.

Nuestra posibilidad de saborear está mediada por los prejuicios, las ideas preconcebidas que tenemos de los sabores, su origen y sus asociaciones culturales. Eso explica que los suecos coman surströmming, un arenque fermentado que la mayoría de personas del resto del mundo definiría como nauseabundo. En Malmö, Suecia, es uno de los sabores que conforma el museo de la comida asquerosa (The Disgusting Food Museum) donde 80 platos son presentados como comida desagradable, entre ellos el cuy, que en Colombia es parte clave de la gastronomía de Nariño y que el chef David Ruíz Koch ejecuta con gran técnica para paladares poco acostumbrados, en su restaurante Sausalito en Pasto.

En una entrevista publicada en The Newyorker el año pasado, el periodista belga Arthur De Meyer le explica a la periodista Jiayang Fan tras su tour por el museo de la comida asquerosa, que hace falta probar un ingrediente al menos diez veces antes de poder entender sus sabores rompiendo la asociación y barrera cultural que nos impide relacionarnos con él desde la experiencia sensorial y no desde los prejuicios.

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La comida, como la moda, es un elemento clave en cómo nos definimos, nuestra identidad culinaria da cuenta de a dónde pertenecemos, y esto se refiere tanto a una región, a una raza o etnia, como a un grupo socioeconómico. Por eso la frase somos lo que comemos es tan contundente, aunque más bien seamos lo que nos es posible comer dadas las condiciones del lugar donde crecemos. Como la religión, diría que el gusto es un accidente geográfico.

Que mi cara al probar la cocina del Amazonas sea más de sorpresa que de placer se explica fácilmente, el pirarucú, la piraña, el bagre, no se han ganado su lugar ni en mi archivo sensorial construido a lo largo de la vida, ni en mis referentes gastronómicos de placer. Es lejana a las notas que aprendí a llamar deliciosas.

Cocina del Guaviare
Bagre (Julia Londoño )

Un indicador de status cultural ha sido históricamente la búsqueda de la élite por comer lo que la gran mayoría no puede; el lujo de la escasez.

Tal vez por eso en una despedida de soltera hace poco me sirvieron de desayuno un queso francés y carnes frías españolas pero el café era instantáneo, de tarro. Horrible.

La idea de lujo se ha redefinido; hoy el lujo más grande es la autenticidad; la denominación de origen, los procesos, las tradiciones, aquello que es propio del territorio, su suelo, su clima, y los hábitos que hacen posible que se moquee un pescado dorado para compartir en la cena.

Se moquea el pescado para conservarlo y darle sabor ahumado donde hay calor y humedad, donde no hay mucha sal pero hay hoja de plátano y candela para cocer y saborizar.

Para mi paladar costeño, que sala tanto como endulza, la cocina amazónica resultó, desde el primer encuentro, cuando viajé a Leticia en 1998, baja en sal y grasa, llena de sabores amargos, yuca fermentada, ajíes, y esa mezcla difícil de explicar que es un Tucupí, más cercano en mi archivo sensorial a un mole que a la salsa de una posta cartagenera.

De la mano del proceso de descolonización que vive la cocina latinoamericana, más consciente que nunca del valor de la biodiversidad de la región, más dispuesta que nunca a explorar las técnicas y sabores arraigados a las regiones, Colombia está en un momento de país en el que no solo busca sorprenderse con su despensa y sus tradiciones largamente ignoradas sino que está construyendo la narrativa de la identidad culinaria de sus regiones y una propuesta atractiva de platos y sabores que sabe que pueden atraer al turismo de adentro y de afuera por su autenticidad y variedad.

El nuevo lujo es el de las experiencias gastronómicas inmersivas en las regiones, no importa si en los hoteles no siempre tienes baño propio, no importa que el café se sirva usualmente endulzado. Es el lujo de explorar lo nuestro y verlo casi con los ojos de un extranjero. Estamos conociendo al tiempo los colombianos y extranjeros.

Por eso los cocineros locales que aspiran a ser visibles y ganarse un lugar de honor en la escena gastronómica están armando viajes de investigación y usan expresiones como “La Colombia profunda”, y en algunos encuentros con las comunidades de las regiones se animan a tomar nota tanto como a dar cátedra sobre el potencial de la cocina de la región. En sus hojas de vida esos viajes hoy pesan tanto como las escuelas europeas o los restaurantes con estrella por donde pasaron. Hay un intercambio sabroso y aún un poco torpe. Ya no son excepciones quienes viajan recogiendo ingredientes, recetas y técnicas locales.

Es el lujo de explorar un país que nos estuvo vetado tantos años por el conflicto, por la ignorancia y por el arribismo que hicieron que un bogotano haya comido más edamame que fríjol guandul.

Es el lujo de probar las regiones, conociendo a cocineros en ebullición que crean platos que tal vez a algunos aún nos produzcan desconfianza, o incluso un poco de asco si tienen antenas o muchas patas, pero que ensanchan y moldean al paladar adormecido con el que crecimos quienes aprendimos que lo rico y lo bueno casi siempre era lo de allá.

El Guaviare, como promueven el programa Territorios de Oportunidades y el Primer Festival Sabor a Selva y Río al cual fui invitada, me supo, por eso, a desafío y posibilidad, me invitó a relacionarme con tradiciones y sabores que siguen siendo tan ajenos a mí, aunque hayan estado acá tantos años antes que yo y mis reservas sensoriales.

Más información: @festival_sabor_a_selva_y_rio.

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