Borracho y relajado, sin una gota de alcohol en el camino. Imposible, dije. Nunca había ido a un tratamiento facial, así que para mí era algo parecido a ser operado. Pero, medio desnudo, en el piso de abajo de uno de los spa más prestigiosos de Londres, The Refinery, pero quedó claro que me estaba perdiendo de mucho.
Con un sonido de cataratas de fondo, un láser escaneó mi cara buscando debilidades. “No está tan mal”, me aseguró un experto y me expuso a una depuración de mis poros que terminó en una agradable exfoliación de nariz.
Lo que seguía en el programa era una exfoliación con frutas. Mientras me aplicaban el producto, cerré los ojos y me dispuse a tomar una siesta. Sin embargo, mi terapeuta estaba preparando un lienzo para el evento principal: un masaje en tres etapas para la cara, hombros y cuero cabelludo que, según me explicaron, mandaba un mensaje de alerta a mi piel a través de aceites orgánicos. Después de esto me cortaron el pelo.
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Al final, sentí que me desbarataron y me volvieron a armar. La energía viajaba por mi piel como si hubiera sobrevivido a la euforia que deja una fiesta hasta la madrugada. Salí a la luz renovado, brillante, con la seguridad de que volvería a un spa.
MWN