Opinión

He aquí el hombre

He aquí al hombre, a ese hombre que lleva un año largo enfrentando todo lo que le ha arrojado esta vil pandemia. Cada día un capítulo distinto, cada momento un libreto social, emocional y corporal que solo conduce a signos de interrogación que han encontrado respuesta en salvarse, superar el virus, la tonta indolencia, la falta de empatía ante la situación o la tragedia, la muerte misma. He aquí a ese hombre, ese que puede ser usted, que es uno de sus familiares, que es un conocido, un amigo y que, cuando toca su corazón, mueve las fibras y duele.

He aquí al hombre. A ese hombre que, a punta de tesón, sin importar si tuvo o no un estudio, si fue profesional o si se llenó de diplomas, logró tomar la vida por los cachos y sacar adelante a los suyos. Su pueblo, Anolaima, perdido en las montañas de Cundinamarca, le quedó pequeño. Él sentía que tenía que dar más. Se casó joven y eligió bien, no esperó encontrar el amor en la gran ciudad, confió en sus raíces y con Paulina, anolaimuna por demás, construyó un hogar cimentado en el respeto. Más de cinco décadas de amor al son de tres hijos: Édgar, Javier y Diana.

He aquí al hombre. A ese que, como muchos, porque sí: los buenos son más por más que vivamos en una Colombia que a diario se esfuerza por echar al piso esa premisa; ese hombre se labró su camino al son de la observación y la tenacidad. Miraba y aprendía, acá y allá, en una bodega o un taller. Y, paso a paso, ese petiso de Anolaima un día montó su propio taller. Los hijos crecían y el quería darles lo que él no tuvo: lo mejor de lo mejor. Y ese impulso llegó en medio del apagón que se vivió en el inicio de la década de los noventa con el gobierno de César Gaviria. En la penumbra le llegó la luz y de qué manera. El taller de plantas eléctricas de ese hombre no daba abasto, era agua en medio del Sahara.

He aquí al hombre, ese hombre que logró el éxito. Sus hijos tuvieron lo mejor al son de lo que dieron su padre y su madre con humildad, sin perder la esencia. Perfecta simbiosis y ejemplo de lo que es la perseverancia, la honradez, la berraquera.

Un hombre menudo, poco elocuente, más analítico a la hora de evaluar a quién le soltaba su confianza para opinar de política, fútbol, tomarse unas polas, jugar tejo y comer buena fritanga. En la mano derecha, por lo regular, llevaba una manicartera, esa especie de híbrido de billetera gigante con canguro color caqui, que era un sello de calidad de esos hombres de antaño.

Eccehomo, he aquí el hombre, en su significado en lengua castellana, se llamaba. Murió en la sala de urgencias de atención al covid de la clínica Colombia. No tenía el virus, no murió por culpa del virus, pero todo el entorno de esta enfermedad aportó cuotas para su muerte.

La simple sospecha hace que muchos colombianos queden ahí, en medio de ese tornado de una clínica en donde llegan y llegan pacientes con el virus. En donde la tos pulula, la angustia se respira y la muerte marca estadísticas cada minuto.

Javier vio morir a su padre en sus brazos. Una enfermera muy humana dejó que padre e hijo tuvieran ese momento. Un privilegio en medio de esta situación en la que la soledad es la única compañía para un humano que está en una clínica en zona del virus.

Hubo paz para don Eccehomo, quien llevó su vida con la frente en alto al son de un nombre italiano que es una rareza en nuestro entorno. Hubo sabiduría al elegir ese nombre: ¡Eccehomo, he aquí al hombre, un gran hombre! Otro que se fue a causa de esta pandemia llena de dolor.

Por Andrés ‘Pote’ Ríos / @poterios

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