Vivir en Bogotá implica ver los barrios, locales y edificaciones que uno conoció en años infantiles desmoronarse a manos de la insensibilidad colectiva sin que podamos hacer mucho más que lamentarlo. Eso pienso cuando camino por donde estaba la casa marcada con el número 75-83 de la carrera Séptima, mi favorita de Bogotá en tiempos de adolescencia, vivienda de los treinta, propiedad en principio de un tal Jaime Samper y derribada en 1997. No dejo de extrañarla. Desde afuera lucía como un castillo germánico de Segunda Guerra, con cerca eléctrica en espiral y jardines dignos de cuento de horror. O mejor todavía, de un verso de Silva. Ahora ni una fotografía nos queda de semejante espacio, remplazado, es natural, por un edificio muy feo.
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Recorrer la Séptima a esas alturas dispara entre los nostálgicos habitantes de Bogotá recuerdos de edificaciones y negocios desaparecidos. El almacén de Saúl García, situado a comienzos de los ochenta del siglo XX a la altura de la calle 70, donde este ‘inmodesto servidor’ esperaba la ruta del colegio. Una droguería llamada Viena, localizada exactamente en el lugar en que a la fecha opera una sede de Papa John’s. Vendían, además, peces y accesorios para acuarios. Las oficinas de una constructora llamada Arinco. En la 78 —costado oriental—, dos locales cuyas tipografías resultaban llamativas, quizá por no ser de fácil lectura. El edificio donde estaban todavía existe, si bien las tiendas no. Una se llamaba Anteflor. Creo que ofrecían herramientas de cocina, decoraciones y lencería. Debió durar hasta los primeros noventa del siglo XX. La otra era La Nuez Dulce, ‘delikatessen’, “que llaman”, fácil de identificar por cierta ardilla metálica pintada de café, con una cola esponjada, emblema del negocio. Desapareció hace sólo unos meses.
Aparte de los cuantiosos chistes acerca del letrero que identificaba a la susodicha Nuez Dulce, gracejos de cuya existencia vine a enterarme semanas atrás, mientras le contaba a Twitter mi dolor por esta pérdida, el establecimiento constituía hasta hace poco una de aquellas cosas aún intactas que nos quedaban de la Bogotá de cuatro décadas atrás. Fundada el primer día de diciembre de 1979 por Hilda Mejía y por sus cuñadas María Cristina y Yolanda Restrepo, y atendida durante la mayor parte de su historia por Araminta Suárez y Julia Wilches, La Nuez Dulce fue y seguirá siendo leyenda en los recuerdos de muchos. Expendio de golosinas importadas en eras de preapertura gavirista, de emparedados gourmet y, según el decir de varios, de los mejores brownies con helado de Bogotá y de ensaladas de frutas, si bien algo caras, suculentas. Referente inamovible del viejo barrio El Nogal, incluso para quienes nunca se atrevieron a entrar y tan solo se animaron a mirarla de lejos o por la ventanilla del automóvil, del autobús o de la buseta.
Lamentabilísimo registrar una baja más para el olvido, y, peor aún, por razones pandémicas. Cuatro decenios después de haber sido inaugurada, su fundadora decidió clausurar La Nuez Dulce en junio pasado. Parodiando el cliché aquel de “grave de toda gravedad”, “triste de toda tristeza”. Por mi parte, La Nuez Dulce seguirá ocupando un situal vitalicio en mi memoria. Al final, la extinción a pedazos de esa urbe que antes habitamos es lo mismo que un presagio de la muerte propia, tan inevitable como segura.
Andrés Ospina / @elgrafomano