Parte de lo que soy en mi vida te lo debo a ti, querido Diego. Y muchos podrán tildarme de sobreactuado ante tu muerte. ¡Que la sigan chupando! Desconfío de aquellos que presumen de sus vidas perfectas, esos están más podridos por dentro. Desconfío de esos que viven la vida sin pasiones, sin dedicarle parte de su corazón a la admiración y enseñanza que puede ofrecer otro ser. Esos “sin ídolos” me lucen resentidos, amargos, tristes y acéfalos de pasión. Insípidos. Yo me enamoré de ti, querido Diego, desde que era niño y lo estaré hasta el día en que te busque en el cielo para pedirte otro autógrafo.
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Te recuerdo cuando te dejaron por fuera de la selección argentina, campeona del 78. Hablaban de un adolescente maravilla al que Menotti le quería dar más espera. Recuerdo que te vi por primera vez en una revista que mi padre trajo a casa y me encantó esa melena tupida que te acompañaba. Decían que tenías una zurda mágica y de inmediato vi que yo también era zurdo, y se activó un chip interior de inspiración para tratar de imitarte.
Empecé, al son del poco acceso a la información de la época, a seguir tus pasos. Cuando llegaste al Barcelona me dolió tu hepatitis y sentí en los huesos la fractura infame que te hicieron. También vi cuando en un partido te fuiste a puños y patadas para hacerte respetar y apliqué esa misma cuando me faltaron al respeto. Cuando yo jugaba fútbol, trataba de ser tú. Luego ese honor también le correspondió a Andrés Escobar. Por cierto, Diego de mi vida, busca al gran Andrés allá donde estás y jueguen un buen rato, de zurdo a zurdo.
Sufrí cuando no tuviste un buen mundial en 1982 y saliste expulsado por una fuerte patada que le diste a un brasileño. Luego empecé a oír, sí, desde esos años, que la gente decía que eras un soberbio, un argentino agrandado y que no iba a pasar nada contigo. Yo seguía firme y entendí que eras un hombre de principios, de familia, de honor por tu país y de no olvidar la pobreza de donde saliste.
Un día te conocí, cenamos juntos (acá está esa historia) y junto a mi padre y mi hermano estuvimos disfrutando de tu compañía. Un honor de pocos, un honor que me enamoró más de ti. Sentado a tu lado no paré de sentir mariposas en el estómago, te analicé de cabo a rabo, te hice preguntas, hablamos, reímos; yo tan solo tenía 14 años y junto a mi hermano Sebastián quedamos prendados de un Maradona amable, humilde, genial, buen tipo, de buen humor, conversador y atento con nosotros. Inolvidable.
Lloré de alegría con tu mundial de 1986, lloré de alegría y sufrí el de 1990, lloré de tristeza con el de 1994. Sufrí cada uno de tus errores, de tus salidas en falso, pero aprendí de cada una de ellas. Y, muy tú, vi cómo de cada caída reconocías tus fallos, no pedías ser amado y tratabas con la frente en alto de seguir adelante.
Yo, un cualquiera que no tiene mayores presiones que la de ser yo mismo, aprendí de tus debilidades para lidiar las mías. No es fácil ser Maradona, no es fácil amarlo o defenderlo, fácil es destrozarlo, usarlo y odiarlo. Eso en la condición humana es el camino sin estaciones; el otro, ese es el difícil.
No he visto en una cancha de fútbol una zurda como la tuya. No he visto un líder como tú en un equipo de fútbol. Tampoco vi un hombre que estuviera más solo en medio de tanta compañía. También fui crítico de tus posturas políticas, especialmente con Venezuela. Puede ser lo único que no llegué a soportar de ti , pero es que así debe ser: a los ídolos no se les puede seguir en todo, parte de amarlos es también criticarlos, soportarlos y sufrirlos.
No pensé que me diera tan duro el momento en que murieras, pero en el fondo sabía que tu vida era una ruleta rusa. Nunca contigo hubo ni habrá aguas tibias.
Siempre serás mi ídolo, querido Maradona. Mi vida es parte de lo que fue tu vida. Mi temple se forjó con tu temple y eso no lo olvidaré jamás. Te quiero, Diego.
@poterios