No me gusta el nuevo carril exclusivo para bicicletas que pusieron en la carrera Séptima, al menos no de la forma en que lo implementaron. No soy experto en planeación urbana, tampoco tengo carro y la mayoría de mis cosas las hago a pie por puro placer. Rara vez cojo taxi (máximo dos veces a la semana, y eso) y no me monto en un bus o un Transmilenio desde que logré organizar mi vida a veinticinco cuadras a la redonda de donde vivo. Y es raro que al no usar vehículos motorizados públicos o privados me ponga del lado de ellos, pero es que creo que debe haber una forma para estimular el uso de la bicicleta sin joderles la vida a los demás.
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Entiendo que en un mundo cambiante la bicicleta y los senderos peatonales ganen espacios que durante décadas fueron territorio exclusivo de los carros, y que desestimular el uso del carro es de alguna manera hacer una mejor ciudad. También creo que la infraestructura de las ciudades debe apuntar a que, salvo excepciones puntuales, se pueda prescindir del carro, pero también entiendo que si queremos una capital inclusiva donde quepamos todos no hay que atormentarles la vida a quienes ya han sufrido bastante. Cuando un piensa en las cosas malas de Bogotá piensa en muchas cosas, pero sobre todo en los trancones, en el martirio que es ir del punto A al punto B.
Dicen que la Séptima es la avenida más importante del país, al menos la más histórica y emblemática, pero la recorre uno y la ve ahí toda pequeña y embutida, un camino anacrónico por donde siempre ha sido difícil andar y ahora lo es más. Y el problema de la nueva ciclovía no es la idea de hacerla, sino su implementación, que es lo que nos tiene jodidos. Acá pensamos en soluciones maravillosas que puestas en la práctica son ineficientes, cuando no inútiles. Y así vamos, desarrollándonos a medias, con buenas intenciones y malas ejecuciones, tapando huecos a la brava y a lo bruto, como comprar la alfombra más fina para ponerla sobre un piso sin terminar.
Y es cierto que mucha gente que no quiere salir de la comodidad de su carro usa argumentos como el clima de la ciudad o la inseguridad, pero también hay muchas otra que por edad, problemas físicos o falta de posibilidades no puede montarse en una bicicleta, ¿cuál es la necesidad entonces de joderles más la vida? ¿No hay una forma de buscar otros espacios o crear unos nuevos? ¿No se puede hacer la transición de manera gradual hasta llegar al punto en que más gente ande en bicicleta que en carro y les dejemos esos carriles a ambulancias, vehículos transportadores de productos y transporte público? Y estoy siendo optimista, porque aun sacando todos los carros particulares, dos carriles para la séptima son poca cosa, lo cual no es un problema de ahora, sino de nuestra mente cortoplacista de siempre.
En redes he visto a personas quejándose por el carril para bicicletas y a otras respondiéndoles cosas tan escuetas y arbitrarias como “De malas, compre una”. A veces creo que los biempensantes, los que se pegan a cualquier causa que consideren noble y justa lo hacen no tanto por sentirse mejores personas, sino porque más que inclusión y cambio quieren es venganza, como si después de muchos años de haber sido víctimas ahora quisieran que los culpables pagaran por ello, y en este caso su máxima felicidad parece ser gozar viendo a la gente desesperada en los trancones, con ganas de dejar el carro botado, zafarse de ese encarte y llegar a su destino como sea. Colombia funciona mucho así, con el resentimiento de por medio y nos cuesta aceptarlo: confundimos justicia con venganza y nos encanta ver a la gente privilegiada sufrir como nosotros hemos sufrido. Querer ver al prójimo jodido en lugar de procurarnos nuestro propio bienestar, una de las causas que nos hace un país mediocre.