Opinión

El algoritmo

“El algoritmo sabe más de ti y de tus miedos e intereses que tú. Reconoce tu cara entre millones. No hace consideraciones. Documenta lo que comes y bebes. Desea “acceder a tu ubicación”, a tu micrófono y a tu cámara. Te georreferencia. Te somete a biometría”: Andrés Ospina

(Justin Sullivan/Getty Images)

Te conoce al extremo. Sabe adónde vas e intuye adónde quieres ir. También adónde nunca irías. Conserva registros de cuantas cosas te inquietan, apasionan o repugnan. Disfruta las tablas, los diagramas de barras y la información cruzada. Te segmenta cual masa de carne y de pensamientos que nutre la estadística y produce dinero. Te transforma en porcentaje o en código QR y te ‘desagrega’. Nunca olvida tus indagaciones bochornosas ni tampoco tus más ocultas angustias. Le apuesta a que nunca verifiques los descargos transcritos en fuentes diminutas. Se infiltra en tus días, disfrazado de cookie, de troyano, de aplicación para teléfonos o de ayudante dispuesto a liberarte de ese anonimato, de esa soledad, de ese aburrimiento o de ese deseo de aceptación que tan bien crees disimular.

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El algoritmo sabe más de ti y de tus miedos e intereses que tú. Reconoce tu cara entre millones. No hace consideraciones. Documenta lo que comes y bebes. Desea “acceder a tu ubicación”, a tu micrófono y a tu cámara. Te georreferencia. Te somete a biometría. No precisa contacto alguno contigo para conservar réplicas digitales de cuanto eres. Vierte sentimientos en bases de datos. Pone tu inconsciente en una matriz binaria. Te escudriña, espía, explora y decodifica. Escanea a tus familiares, amigos y detractores. Olfatea tus pasiones y apatías. Te degrada a sujeto de estudio. Te entrampa —como un ‘hamster’ confinado a su rueda y en pos del ‘like’— en la promesa de un mundo de falsa democratización del conocimiento y de la opinión. Está enterado de a qué hora te conectas y desconectas. Calibra tu biorritmo sin que lo percibas con mediana levedad. Es omnisciente y sustancial. No hay cómo discutirle, reclamarle u objetarlo. Ni siquiera sabemos dónde está, aunque nadie discute su omnipresencia. Detesta que no dispongas de smartphone, Whatsapp, cuenta en Facebook o tarjetas de crédito. Cualquiera de las anteriores carencias te torna inconmutable.

El algoritmo te cambia de individuo a usuario o, todavía peor, a objetivo de mercadeo. Y no atiende quejas. Muchos opinan que el algoritmo irá de a pocos infiltrándose en nuestra anatomía en forma de vacunas y de eso que llaman ‘nanochips’. Es un vampiro que absorbe tus secretos para empaquetarlos y feriarlos. Te desnuda sin que lo notes. Les cuenta a otros cuán adicto, inseguro o compulsivo eres. Te ofrece tiquetes de vuelo y hospedajes a precios atractivos. ¿Quién, por cierto, tendrá consigo la llave al cerebro del algoritmo? ¿Acaso una cofradía de millonarios perversos con ínfulas de iluminados? ¿De pronto una minoría de tecnócratas y sociópatas con fachada de filántropos? ¿Será el dichoso algoritmo, tal y como los ‘conspiranoicos’ lo concebimos, una consecuencia natural de nuestra proclividad a imaginar enemigos donde no existen? Difícil dilucidarlo, cuando el algoritmo, eso dicen, es experto en camuflarse entre tu vida.

Si hoy te acompaña la convicción de que el mundo es tal como tú lo supones, eso se lo debes, admítelo, al algoritmo. Él se ríe creándote burbujas para confirmarte los prejuicios y diseñándote un entorno a tu medida. Por eso el algoritmo te inunda con aquello que quieres ver y oír y te asusta y finge protegerte contra lo que abominas. Él y sólo él, soberano algoritmo, es quien justo ahora te vigila mientras te preguntas por qué lees este sartal de incoherencias a la vez que tu alma se te pixela sola. Hasta el otro martes.

 

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