Descubrí la actitud filosófica de Tinta cuando la comparé con mi paradójica condición humana. Cuatro años me costó aprender a hablar con la perra de agua que me acompaña. En la niñez no tuve perros de carne y hueso. Suplí esa carencia con los perros de papel de las tiras cómicas, mascotas de clase media, “epopeyas primitivas” o parodias en las que conocí a Daisy, Snoopy y Rantanplan; luego aparecieron los héroes caninos de la televisión, perros fugitivos o guardianes como Hobo, Joe y Rex. Tiempo después, di con los perros de la literatura.
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En Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, leí que el perro es la bestia más filósofa del mundo. En la República, Sócrates y Glaucón discuten sobre la justicia y aluden a esa cualidad del perro que “no distingue un aspecto amigo de un enemigo por ningún otro medio que por haber conocido el primero y desconocido el segundo”.
Tinta es una filósofa natural, la primera que conozco: maleducada, buena compañera, juguetona, fuerte, perezosa, con un olfato y oído agudos. Cuando le hablo, me mira con los ojos escondidos en la maraña de su cara peluda. Me escucha atenta, pero si se aburre, bosteza.
Una mañana, mientras tomaba el sol, el filósofo Diógenes tuvo un encuentro con Alejandro Magno: “¿Por qué te llaman Diógenes, el perro?”, preguntó el emperador. Diógenes le respondió: “Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no me dan y muerdo a los malos”. No sé si Tinta sepa distinguir el bien del mal. Les ladra a los extraños y, como en el curioso incidente del perro a medianoche, no ataca a su cuidador ni a los que somos parte de la manada.
En las sátiras, los perros hablan para reírse de sus ridículos dueños, de las convenciones sociales, burlarse del poder y manifestar su inconformismo. En El coloquio de los perros, Cervantes pone a conversar a dos alanos sevillanos toda una noche. Berganza le narra a Cipión sus aventuras con diferentes amos, mientras este elabora una poética del género. En Corazón de perro, una parodia del poder soviético, Mijail Bulgákov cuenta la vida de Bola, un raro engendro digno de Frankenstein; y, en El fiel Ruslán, Gueorgui Vladímov crea una brutal parábola del estalinismo.
En muchas de estas novelas los escritores muestran que saben darle vida al tiempo y voz a un perro. Resaltan la fiereza, mansedumbre, actitud vigilante, lealtad y sabiduría, atributos por los que este animal sacrificó su libertad. En Flush, Virginia Woolf narra la biografía del cocker spaniel de miss Barrett, la poeta, en la Inglaterra victoriana. Paul Auster, en Tombuctú, cuenta el viaje existencial de Míster Bones y Willy Christmas por los Estados Unidos. En Cujo, de Stephen King, la mordedura de un murciélago convierte a un San Bernardo en un monstruo.
La historia del animal doméstico que se vuelve salvaje, por el influjo de la selva húmeda, la escribió Pilar Quintana. La dramática relación entre Chirli y Damaris, protagonistas de La perra, estalla cuando la mascota pare por segunda vez. Damaris, quien no pudo tener hijos, ama a Chirli, pero la perra resulta “ser una pésima madre”. Se come a un carrocho, abandona al resto y se larga. Cuando reaparece, Damaris la enlaza con una soga para amarrar lanchas. Entonces, el horror se transforma en terror.
En Camino de hielo, Catalina Navas cuenta el origen del perro doméstico. Ada, una niña de una tribu nómada de cazadores y recolectores, entabla amistad con un lobo blanco, a pesar de la oposición de los mayores. Ada escucha las narraciones de la anciana Lía, que le enseña muchas cosas, entre otras, la ferocidad de las manadas de lobos salvajes que atacan a las tribus, roban la comida e incluso se llevan a los niños. A pesar de los consejos de Lía, la niña se vuelve amiga de Lobo y de la manada. Al final, emprenden el camino a la libertad.
Hay algo ambiguamente humano en Tinta que la hace literaria: sabe que es una perra. Tal vez por ese motivo, cuando hablo con ella, parece que no he perdido la razón.
Por: Miguel Ángel Manrique / Mi twitter es @miguelmanrique