Esta situación trae reflexiones sobre nuestra vida que a conciencia muchas veces no se hacen. Una de ellas ha sido la del amor. Nunca había mirado ese balance que arroja mi corazón al son de sus alegrías, buenos recuerdos, enseñanzas y heridas. Envidio, o mejor, respeto a quienes con facilidad se enamoran y entregan su corazón. Es más, ahí sí envidio a los que tienen esa suerte de dar con continuidad con personas con las que viven relaciones sólidas, fuertes y con todo lo que ello conlleve. Yo no. He sido un ser que solo se ha enamorado tres veces. Y con esto me refiero a hacerlo con alma y vida, con todo el poder que trae la palabra amor.
PUBLICIDAD
Cabe dentro de esto todo tipo de vicisitudes. El ser selectivo, el no contar con suerte, el no gustar, el que no se dieron las cosas, la química, el lugar, la conjunción de verbos que nos unieran, la inmadurez, la farra, el simple hecho de no querer, el querer y no encontrar, e incluso el miedo. Todo cabe ahí para que, en sus debidos tiempos, la ideal no llegara.
Y han sido tres las geniales mujeres con las que he compartido el amor en planos que van más allá de cualquier definición. Tres seres geniales que movieron mi mundo. Tres valientes por aguantarme. Tres momentos inolvidables que hacen que la vida sea más intensa, dolorosa, plácida y, hoy, miro y agradezco.
Curiosamente, entre cada una de estas etapas han pasado entre siete u ocho años. Sí, después de vivir cada uno de estos amores, esos años de pausa eran el momento del duelo, la resignación, el olvido que nunca fue y será, la recomposición de heridas, el reencontrarme y el esperar con paciencia que de nuevo el mundo amor quisiera despertar.
Ana María, mi primer gran amor. Época de adolescencia y del despertar sexual soñado e ideal con ella. La novia con la que uno a los 16 años ya pensaba en casarse. Casi tres años de este amor colegial lleno de cartas escritas a mano y decoradas con precisión. Ana María y yo recorrimos juntos el aprender a sentir un amor fuerte con el fervor del fin de la década de los ochenta, con su música, baile y recuerdos inolvidables.
La universidad la viví sin amor. Fue esa universidad del estudio, el fútbol, mucha rumba, aventuras de paso que también valoro, pero que no están en el nivel que relato en este texto. Y un día, de vacaciones en Medellín, unos ojos claros me indicaron que había llegado el momento de otro amor…
No importaba la lejanía de ciudades. No importó dejar todo. Era ella, Diana. Cambié de ciudad, cambió mi vida, cambió la de ella. Es la madre de mi hija. Es algo enorme en mi existencia. Fue un amor vivido a tope, con una paciencia enorme de su parte. Ahí la vida me puso en el marco de la enseñanza de luchar por un hogar. Por trabajar y guerrear para salir adelante. Por vivir lo que de verdad es un matrimonio sin que ningún tipo de ceremonia lo oficializara. Diana es una mujer a la que no puedo encasillar en un adjetivo, es inmensa.
Otra ráfaga de años pasó y Medellín de nuevo me trajo un gran amor. Rosmary, la fuerza del espíritu. La vida me tenía en momentos de mucha soledad, de baja autoestima, de sentir que ya era incapaz de sentir y ella lo rescató todo. Cuatro años de amor, de altas y bajas, pero de amor. Y, bajo ese manto, aprendí demasiado y viví factores que me dieron otra visión del amor mismo. La vida de ella es una enseña total para mi vida. Lo será siempre…
Tres mujeres enormes. Tres mujeres con las que cometí océanos de errores. Tres mujeres con las que fui grosero y, sí, abusivo, porque el abuso está en el detalle mínimo de nuestra vida, y uno ni cuenta se da. Tres mujeres con las que fui injusto por muchas de mis acciones. Tres relaciones maravillosas que dejé diluir entre mis dedos y las razones del momento. Tres mujeres a las que les pido perdón y les agradezco por lo que me dieron, vivimos y me enseñaron.
Ana María, Diana y Rosmary, tres mujeres del gran amor de mi corazón.
@poterios