A veces quisiera fabricarme un tapabocas, ceñido y a la medida. Pero no uno de aquellos desechables o lavables que expenden en farmacias y semáforos. El mío sería permanente, cosido a la piel e imperecedero. Una prótesis-escudo para que no se escape ni cuele una sola oración, por inocua que luzca. Para no verbalizar balbuceo mental alguno, librarme de linchamientos y minimizar ese riesgo latente de descrédito que presupone el hecho, simple, ingenuo, aunque potencialmente mortal, de andar diciendo cualquier cosa. Para no dañarme ni dañar. Para no rebasar el umbral del ridículo. Para no abusar del derecho a la estupidez ocasional. Para ahorrarme insultos y justificaciones. Para no dejar inventario de las imbecilidades pronunciadas con o sin intención. Para reírme o llorar solo y no abastecer de municiones a quienes andan por la vida a la caza del tropiezo ajeno y prestos a malinterpretar.
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En ocasiones anhelo volver al mutismo, de donde quizá nunca debí salir. Guardarme cada pensamiento. Cada opinión. Cada queja. Cada risa. Evadir el rol de vomitorio colectivo en donde la muchedumbre vacía su ira. Abrazar el silencio y transformarlo en el mejor argumento, porque un solo silencio vale más que mil escándalos. Ahorrarme la arrogancia de creer a mis ocurrencias capaces de superar la perfección del sonido ambiente. ‘Taimarme’ (si el verbo existe). Tartamudear callado. Permitir que esta polifonía de absurdos que rondan mis neuronas me resuene sola en la cabeza. Intoxicarme tranquilo. Descontaminar al mundo de mis tonterías y masticarlas sin público. Minimizar el riesgo de sobrexposición. Reducir el rango de acción a mi laberinto-refugio.
Uno se autodestruye… palabra por palabra… renglón por renglón… concepto por concepto. De ahí que tantos se conviertan a la secta del ‘no sabe-no responde’ o del “me reservo la opinión” posiciones que en otros tiempos descalifiqué, pero que hoy, a la vuelta de los años y con casi cuatro décadas y media de golpes encima, encuentro razonable, si de sobrevivir y exonerarse de descalificaciones se trata. Esperanzado en que las ideas nos sobrevivan terminamos diluidos en la insensatez de cada ocurrencia. En la palestra del ‘bullying’ digital. A expensas de las prevenciones ajenas. Atados a las redes, una trampa diseñada para absorber horas, talento y atención. Canjeando tiempo por una promesa de visibilidad, interacción y de desahogo.
Reviso la ecuación. Comprendo cuánto de nuestra vida desperdiciamos ofreciendo explicaciones a un montón de prejuiciosos con vocación de censores. Anhelo esos días, cuando lo que estallaba en mi cerebro limitaba su rango de exhibicionismo a un cuaderno o al círculo íntimo de quienes me cobijaban con la generosidad de no condenarme. Este año aprendí que la gente reacciona con mayor facilidad a estímulos negativos que a los positivos. Si insultas a un desconocido en la calle es más probable que conteste que si lo saludas. Si dices algo desafortunado, te apedrean en masa. Si dices algo lindo, ni te determinan. Entendí en alma propia que hay más activismo a la hora de aniquilar que de socorrer. Que las gentes al acecho de alguien en quien desfogar sus aborrecimientos superan por miles a quienes buscan amor y conciliación. Lo pienso y repienso y cuanto más lo analizo, más me reafirmo. Quisiera hacerme un tapabocas y no volver a hablar. Entonces vuelvo a la conclusión que con forma de círculo me asalta: ¿cómo rehabilitar a un adicto a la palabra? Hasta el otro martes.