Cada caso en esta pandemia es una historia. Desde el que no ha podido quedarse en casa por sus responsabilidades, hasta el que estuvo un tiempo en su hogar y ya la vida lo puso de nuevo afuera, como el que por irresponsable vive metido donde no debe. En mi caso he sobrellevado esto con la disciplina que me quise imponer acatando las normas que mi país ha estipulado e, incluso, siendo más radical. Han sido 70 días solo en mi casa, en donde mi máxima distancia de salida ha sido a la portería de la unidad residencial. Pero hay límites que no se comparan ni con los mineros chilenos o los niños futbolistas atrapados en una cueva de Tailandia, no, cada quien en sus límites y los míos me indicaban que ya era hora de salir, y de ver que me podía estar chiflando viendo las mismas paredes, la misma decoración y el poco paisaje externo que ofrece la comodidad de mi apartamento.
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¿Miedo? Sí, sentí miedo. Miedo de la calle, de la seguridad, de los otros humanos, de la incertidumbre sobre el qué me podía encontrar. Me preparé como si fuera a una cita importante, no en el vestir, sino en la ansiedad misma. Vivo por la Unidad Deportiva Belén, en Medellín. Es un barrio tranquilo, muchas casas, familias, unidades residenciales, parques, negocios de comida, tiendas y demás. Salí con tapabocas, canguro con lo necesario y una pequeña botella con alcohol al 70%.
Al salir le dije al portero que al fin lo hacía tras 70 días. Medio tonto yo compartiendo eso, qué diablos le importa, pero entendible, al fin y al cabo, no tenía a quién más contarle en vivo y en directo, salvo a mi familia vía virtual. Tomé curso hacia el norte, de entrada, vi que la tienda miscelánea estaba abierta, al igual que una panadería y un restaurante. Me crucé con varias personas, unas con tapabocas, otras con él en el cuello y la nuca. Y siente uno que debería decirles, que hay que ser un sheriff, pero me contuve. Únicamente, creo yo, lancé miradas de “prefecto de disciplina” sin lograr mayor recepción. En este barrio, como es tradición en casi todos los de Medellín, la tienda de barrio es el lugar para que la gente vaya a tomar, conversar, divagar, comprar y hablar con el tendero; la tienda no es ni la sombra de lo que era, solo había un viejito que a la distancia, pude ver, pedía con timidez un guarito al son de las 10 de la mañana.
Vi que montaron un D1 enorme y nuevo. Llegué a la 33, una vía arteria de la ciudad que la cruza de occidente a oriente y empata con Las Palmas. El tráfico era de un día normal con carros y motos por doquier. Fui hacia Unicentro y el impacto fue fuerte: locales de negocios prósperos de comida, peluquerías, tiendas y otros, ahora cerrados y el letrero de “Se arrienda”, ahí, como una sentencia a los sueños que ya no son y que el virus de mierda se está llevando.
En Unicentro y en el Éxito las medidas se cumplen a cabalidad. Luego decidí tomar toda la 33 hacia el oriente para ir a Parques del Río. En ese trayecto hay muchos talleres de motos, venta de las mismas, sitios de envío de mercancía y pequeños restaurantes. Lo que vi es como si nunca existiera lo que nos ha acompañado en los últimos dos meses y medio. Normalidad total, clientes, atención a clientes, invasión del espacio público como ha sido tradición, pero me pude cruzar con unas 100 personas y de esas, en promedio, 80 usaban mal el tapabocas. En la nuca, debajo de la nariz, en el cuello, en la mano o sin tapabocas, esa es la constante. Indisciplina regada como un virus que te contagia con rapidez y te mata ahogándote en la falta de empatía e incultura.
Sentir que alguien se acerca, tras todo esto, es hacer rápidas evaluaciones estratégicas del cómo viene. ¿Tiene tapabocas? ¿Por qué lado pasa? ¿A qué distancia? Todo en cuestión de segundos y con la característica del poco o nada sostener la mirada o ver al otro en ese microinstante en el que pasa “violando” tu “espacio sagrado”, hoy más sagrado que nunca.
Llegué a Parques del Río y es un oasis en medio de todo. Naturaleza, tranquilidad, el río, buena vista, brisa, espacios amplios, seguridad y muy, pero muy poca gente. Ahí mi retina agradeció otros paisajes, mi nariz tuvo otros olores, mis piernas tuvieron más pasos, mi ser sintió algo necesario y extrañado: el sentir la ciudad, el sentirme libre.
También me impactó ver mucha gente recorriendo el barrio Conquistadores en medio del rebusque y mirando hacia los balcones de los edificios a ver quién les podía dar una ayuda de cualquier tipo. Muy duro ver eso y al mismo tiempo sentirse invadido por una sensación de insolidaridad e inseguridad.
Regresé a mi casa tras hacer unas compras, sentir una leve llovizna que alegró la piel y con una especie de revitalización que pedían a gritos mi mente, mi alma y mi ser. Le perdí el miedo a la calle, sentí una “nueva normalidad”, lo viví en una pequeña porción de esta Medellín (sé, como lo dije al inicio de este texto, que cada caso es una historia distinta).
Esta fue la mía, tras 70 días de encierro…