Sexo: “por mi culpa”. Amor: “por mi culpa”. Decisiones: “por mi gran culpa”. Las religiones le han arruinado el poder gozar la vida a muchas personas que sienten que traicionan a seres superiores o líderes disfrazados de dueños de la moral cuando le dan rienda suelta a sus emociones y a sus sentidos. Aunque el apego a las sensaciones es la causa del sufrimiento (principio budista), la culpa es la herramienta más engañosa para la propia evolución, porque solo estanca a los seres en círculos viciosos en vez de permitirles caminos de aprendizaje. En La casa de las flores, serie que estrenó su tercera y última temporada en Netflix, se cuestiona la culpa y la doble moral, evidenciando que la mayoría de ficciones que se han producido en la televisión tradicional reforzaron los defectos de sociedades superficiales e infelices. Manolo Caro, su creador, plantea una ficción que más allá del entretenimiento y del deleite estético consigue cachetear (pongámonos dramáticos, o calientes dependiendo el contexto) a las telenovelas que por décadas han vendido realidades maquilladas.
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Y precisamente para desvirtuar lo falso de la sociedad utiliza mucho maquillaje, pero en el lugar correcto, en la construcción de personajes que permiten comprender las distintas identidades de género y las formas diversas de familia. Porque aunque resulte repetitivo hay que volverlo a decir hasta que se normalice para todos (todes): es importante hablar de amor más allá del género o de las edades o de los prejuicios, y más cuando por tanto tiempo se ha idealizado a la familia de papá, mamá e hijos, dejando a un lado a tantas madres solteras, familias homoparentales, familias disfuncionales e incluso al rol que cumplen las y los amantes estables en esas realidades de familia. La Casa de las Flores lo tiene claro, lo que vale la pena exaltar de cualquier familia es el amor, el resto se puede tirar a la basura.
La Casa de las Flores también trata sin tapujos el consumo de drogas distintas al alcohol en todas las clases sociales y a cualquier edad, enfoque que debería servir para replantear la prohibición como regla en países que premian la hipocresía y condenan las libertades individuales. Refleja además los verdaderos pecados de este mundo: sistemas de justicia corruptos en los que el dinero está por encima de la verdad o los tratos humillantes que muchas veces sufren las empleadas domésticas. Todo esto se logra con toques “mágicos” del melodrama como el de creer en lo imposible, en soñar, en pensar amores que esperan más allá del tiempo y en ponerse en los tacones de las grandes divas por medio de una pasarela que entrona a las reinas de la noche (sin duda el toque más potente de esta casa).
La estética de La Casa de las Flores enamora desde su intro, con el cuadro que representa lo que la familia de La Mora quiere mostrar y que con el paso del tiempo va cambiando a lo surreal y se va acercando a las verdaderas formas que tienen sus protagonistas para relacionarse. La música acompaña estos cambios con maestría y permite congelar momentos de dolor, celos, angustia, amor y lucha. Aunque a nivel argumental, estoy entre los que quiso huir en la segunda temporada, principalmente porque la salida de Veronica Castro fue un golpe al corazón de la historia, volví a ilusionarme con la tercera, cuyos 11 capítulos me los devoré sin parar, y sin culpa. Y es que la Casa de las Flores demostró que el melodrama debe ir más allá de lo conservador de un país y que tiene que ser transgresor y su última temporada es un digno final para una serie que ojalá sea semilla para muchas, en Netflix o en cualquier otra plataforma.