Toxicómanos, escandalosos y geniales

Muy pocos escritores contribuyeron a alimentar estos mitos como lo hicieron el gran Ernest Hemingway, del que se llegó a decir que cada una de sus creaciones era el resultado de una botella de licor, y un Charles Bukowski de cuyos relatos, novelas y versos –en su mayoría autobiográficos– se desprendía ese fuerte olor a alcohol, marihuana y tabaco.

El mundo del arte nunca ha estado exento de escándalos, muchos menos cuando hablamos de rock y pop, dos géneros musicales que, por su naturaleza, son escandalosos. No hay duda de que espectáculo y escándalo son como hermanos siameses: imposible de separar. Aún en el amplio panorama de las letras, los escándalos no son excepcionales. Por estos días de encerramiento y reflexión, un amigo recordaba aquella anécdota en la que Mario Vargas Llosa le tatuó a su colega Gabriel García Márquez un puño en el ojo. Las razones de aquel hecho pertenecen aún a los terrenos de la especulación y el chisme y al supuesto de que García Márquez le hubiera coqueteado a Patricia, la entonces esposa del novelista peruano, durante su larga ausencia de tres meses de la ciudad de Barcelona, donde residían por entonces los futuros Nobel de literatura.

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Pero estos señores que deslumbraron el universo de la novela y crearon mundos mágicos no fueron los únicos que abrieron sus puertas a los tabloides amarillistas de Europa y los Estados Unidos y estuvieron bajo la lupa de la justicia. Álvaro Mutis, el premio Cervantes 2001, pasó 15 meses de su existencia en el legendario Palacio de Lecumberri, un centro carcelario ubicado al noreste de Ciudad de México, luego de ser encontrado culpable de apropiarse de dineros de Esso, una empresa en la que laboraba como relacionista público y que pertenecía a la multinacional Standard Oil.

El polémico y genial y siempre escandaloso William Burroughs pasó gran parte de su vida huyendo de la justicia. Una de las figuras más llamativas de la denominada Generación beat era considerada por beatas, curas y gran parte del establecimiento moral estadounidense, un degenerado. Al lado de su amigo Jack Kerouac fue testigo del asesinato de otro amigo y no denunciaron el hecho ante las autoridades. Pero Burroughs, que además de drogadicto y alcohólico era una especie de niño grande que le gustaba imitar a sus héroes, en un accidente espantoso, mientras jugaba a ser Guillermo Tell, le voló la cabeza a su esposa con una pistola calibre 45 una noche de juerga en Ciudad de México. Lo mismo podría decirse del legendario Jean Genet, quien desde los 15 años conoció la prisión, acusado de robo, distribuir drogas ilegales y de estafar a sus vecinos.

Las recientes muertes de un gran número de figuras relevantes de la música y el cine han llevado a la prensa a volver sobre el pasado y algunos hechos personales que marcaron sus carreras. Hace un tiempo, la poderosa cadena internacional de noticias estadounidense CNN nos recordaba, con motivo del aniversario de la muerte de Georgios Kyriacos Panayiotou, nombre de pila del afamado intérprete y compositor británico George Michael, una anécdota que valorizó la prensa amarillista en su momento: la detención del artista por parte de un oficial de la Policía en un parque de Beverly Hills mientras que, al parecer, “realizaba actos obscenos” con un amigo. El hecho fue explotado hasta el cansancio por las cadenas de noticias, tanto que llevaron al artista a dar amplias explicaciones y exponer el más íntimo de sus secretos: reconocer en público su homosexualidad, que hasta ese momento era solo motivo de especulaciones.
El legendario cantante español Julio Iglesias aseguró a mediados de los 80 en una entrevista para un tabloide del corazón, que lo importante para un artista era mantenerse activo entre su público, dentro y fuera de los escenarios. “Lo importante es que el público y la prensa siempre hablen. No hay nada más triste para un artista que el silencio de la prensa y de su público”, expresó por entonces el español. Desde este punto de vista, se podría interpretar que cada acción de un hombre del espectáculo es, en realidad, un acto premeditado que busca los comentarios y vigencia entre sus seguidores.

Nada más falso, por supuesto. En esa recordada entrevista realizada por CNN a George Michael después de aquel incidente de sus “actos obscenos”, el británico admitió: «No me siento avergonzado, me siento estúpido, imprudente y débil por haber expuesto mi sexualidad de esta manera». Y agregó: «Fue una posición extremadamente estúpida y vulnerable».
El siempre escandaloso Truman Capote, el escritor genial y periodista excepcional, nunca negó su homosexualidad. Desde la escritura de sus primeros relatos dejó en evidencia su orientación sexual, dejó claro que era un alcohólico y un drogadicto, que su madre era un ser angelical y su padre biológico un hijueputa. Dudo mucho de que esas declaraciones del creador de la novela de no ficción estuvieran encaminadas a perpetuar sus mitos personales, más allá de liberarse de la presión de una sociedad que no veía, ni ha visto nunca con buenos ojos a los homosexuales. Cuando William Burroughs le voló la cabeza con un disparo a su esposa Joan Vollmer, tampoco buscaba ponerle el cascabel al gato ni estaba pensando en la posteridad de su obra. Fue, sencillamente, un acto extravagante e insensato de un niño grande sumido en el alcohol y la droga que se veía a sí mismo como a un Jim West que le arrancaba de un disparo las alas a una mosca en pleno vuelo.

El alcohol, las drogas y la extravagancia, nada tienen que ver, en realidad, con el arte o el espectáculo. Creer lo contrario es sencillamente alimentar el mito que, a finales del siglo XIX, apareció de la mano de Sigmund Freud, quien experimentó con sustancias alucinógenas como la cocaína y la heroína con el fin de explorar la psiquis de sus pacientes y la parte del cerebro donde se creía dormían la creatividad y los demonios de la conciencia. Desde entonces, por alguna extraña razón, empezó a asociarse las drogas y otras sustancias espirituosas con el arte, mito que alcanzó en nuestro tiempo su pico más alto con figuras como las de la “Generación beat” –los llamados “hipters” de la literatura–, la “Generación perdida”, conformada por un grupo de alcohólicos geniales, y un Truman Capote que murió por una sobredosis de barbitúricos y whisky. Pero muy pocos escritores contribuyeron a alimentar estas creencias como lo hicieron el gran Ernest Hemingway, del que se llegó a decir que cada una de sus creaciones era el resultado de una botella de licor, y un Charles Bukowski de cuyos relatos, novelas y versos –en su mayoría autobiográficos– se desprendía ese fuerte olor a alcohol, marihuana y tabaco.

Twitter. @joaquinroblesza
Email: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario.

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