La importancia de la historia está en los detalles, sentenció el británico Edward Gibbon. Es más, no sería para nada exagerado asegurar que la vida está en los detalles. Si leyéramos el preámbulo de la Constitución de Colombia de 1886, nos encontraríamos con esa sentencia que parece iluminar el camino de la Carta Magna y, por supuesto, el de cada uno de los ciudadanos: “En nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad”. Quizá esto pueda explicarnos un poco por qué los franceses (incluido el gran Víctor Hugo) creían que nuestro libro guía había sido escrito para una legión de ángeles y no para unos simples mortales. Quizá pueda explicarnos también por qué nuestra nación lleva el honroso título del “país del Sagrado Corazón” y por qué la mayoría de los colombianos cree todavía en los políticos.
PUBLICIDAD
Que un presidente de una nación encomiende la salud de los ciudadanos (ante una pandemia que ha matado a miles de personas) a la Virgen de Chiquinquirá y a otros santos de dudosa reputación y no al esfuerzo mancomunado de un grupo de científicos, nos acerca a los detalles, a esas razones que explican por qué el desarrollo de Colombia sigue siendo, más que un sueño, una utopía. Y recordemos que las utopías son “planes” ideales, pero de difícil realización, ya que la base que
las soporta carece de los cimientos que sostienen las columnas que permitirán la construcción de esa realidad. Un plan inserta, necesariamente, normas claras que permitan su ejecución. Su factibilidad está mediada por el tiempo; las utopías, por el contrario, carecen de estas bases y su posible realización se dilata por años, décadas o siglos. Tomás Moro soñaba quizá con esa imagen idealizada de una sociedad que funcionara como un relojito suizo, donde solo había que alargar la mano para hacerse a los alimentos, donde no existieran esas distancias astronómicas que separan a un grupo social de otro. Había en esta utopía, quiera admitirse o no, un ideal común que solo podría ser posible en un mundo construido sobre bases socialistas.
La religión, dejémoslo claro, es incompatible con la ciencia e inadmisible con la política. Y lo es porque mientras que una fundamenta sus bases en prueba y error, en argumentación y demostración, la otra parte del principio fundamentalista de la fe. Y la fe es creer en algo (o en alguien) sin que medie prueba alguna ni base que soporte el edificio de esa realidad. De manera que cuando escuchamos al presidente de una nación encomendar la salud de su pueblo a una divinidad, está regresando el tiempo, necesariamente, al momento en que nada se movía –ni las hojas de los árboles ni el viento, según la leyenda bíblica— sin que mediera la voluntad divina.
No olvidemos tampoco que la historia política de Colombia es la historia de dos partidos, y lo único que diferencia hoy a los liberales de los conservadores, según la célebre afirmación de Gabriel García Márquez, es que unos asisten a la misa de cinco y los otros a las de ocho. No importa si la acepción indica otra cosa porque al final están unidos por la “señal de la santa cruz”. Desde esta perspectiva, la dicotomía semántica bipartidista no es en realidad una dicotomía sino la puesta en marcha de unos principios ideológicos, los mismos que se han opuesto al aborto, a la homosexualidad, a la libertad femenina y a otros derechos sociales que, aunque están consignados en la Constitución Política de Colombia, parecieran que no existieran porque, simplemente, son ignorados.
Hoy, frente a la pandemia, vemos que el mencionado derecho a la salud está más cercano a un privilegio, y no solo porque en 1993 la celebrada Ley 100 convirtió la salud pública de los colombianos en privada, sino también porque desmejoró las condiciones salariales y laborales de los trabajadores del área. No es, pues, con aplausos e izando la bendita bandera como se soluciona un problema que hunde sus raíces en los grandes intereses económicos y políticos de un reducido grupo de colombianos. El asunto se solucionaría derogando la ley que dio origen al problema y nacionalizando el sistema de salud, uno que cobije desde el ciudadano más pobre hasta el más rico. Lo demás es paja.
Esos detalles que según Gibbon son la base que sostienen la historia, nos hablan también de las razones por las cuales “el país del Sagrado Corazón” elige cada cuatro años a un presidente que representa los intereses de las mismas mafias políticas que, desde hace dos siglos, dirigen la nación. Nos hablan así mismo del por qué en la mente de los ciudadanos la izquierda desarmada sigue siendo la representación del mal y el ateísmo es interpretado como una manifestación demoniaca. De manera que cuando se le escucha decir al presidente de la República que pone la salud de los colombianos en manos de la Virgen de Chiquinquirá y no en las de un grupo de médicos capacitados para contrarrestar la pandemia, no solo nos muestra su estructura mental, base que soporta todas sus acciones, sino que nos dice también en qué momento de la historia está ubicado.
En Twitter: @joaquinroblesza
Email: robleszabala@gmail.com
(*) Magíster en comunicación.