En el siglo XXI, el de la Inteligencia Artificial, los proyectos de colonización del planeta Marte y el mundo conectado al instante, esta pandemia de pánico nos ha quitado todo, incluso el respeto para el cuerpo de quienes ya no podrán exigirlo.
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Hace unos 75 mil años, los neandertales – extinguidos hace 40 mil años mientras nuestros ancestros homo sapiens pervivieron – comenzaron los ritos fúnebres dando a sus muertos una posición especial en el sepulcro de piedra, pintando sus caras y dejándoles herramientas y animales (incluso flores y plantas medicinales) para lo que seguramente consideraban otra dimensión de vida.
Esos neandertales nos mirarían con lástima hoy.
Ocurre que, en esta pandemia, de virus y de pánico, estamos dando por hecho y probado cualquier procedimiento o medida que se alinee en virtud de ese miedo. Permitimos la vulneración absurda de la mayoría de nuestros derechos fundamentales en aras, supuestamente, del bien común y del interés al parecer general, y no reparamos siquiera en si la relación costo – beneficio de tales decisiones de los líderes, será al final favorable o no para el futuro común o global. Las pocas voces que se atreven (atrevemos) a sugerir siquiera un análisis ponderado y sensato del alcance de tales disposiciones, son (somos) tildados de inmediato de irresponsables, insensatos y peligrosos pues la percepción de la masa humana alterada es que todo vale en tiempos de pandemia, incluso sacrificar los elementos primigenios de la dignidad humana.
Todo sea y se haga por evitar, hoy, en este momento, el contagio. Lo que ocurra después ya veremos.
Y me ha sorprendido aún más, cómo se ha privado ahora al ser humano de un derecho que no por estar al margen deja de ser sustancial para la justificación de nuestra existencia: el de dar digna sepultura a sus muertos. A los que lo hayan sido por o con coronavirus COVID-19, al igual que a los que no.
Comenzó en China, se extendió a Italia, España, Estados Unidos, Ecuador y ya está entre nosotros en Colombia: la imposibilidad, por orden oficial, de permitir que los deudos hagan el duelo junto al ser de sus afectos, den el último adiós o siquiera a distancia observar su póstumo camino. Desde el momento en que el enfermo es diagnosticado, pasa a tratamiento hospitalario y muere, hasta su cremación (no hay sepultura), se prohíbe cualquier acercamiento, ni siquiera observación a la distancia de sus más allegados.
Estas medidas, las que casi nadie ha puesto en entredicho, están en contravía de lo que la misma Organización Mundial de la Salud (OMS) ha recomendado con sustento en evidencias: “Hasta la fecha no hay pruebas de que nadie se haya infectado por exposición al cadáver de una persona que haya muerto a causa de la COVID-19”.
En este documento del 24 de marzo de 2020 (https://apps.who.int/iris/bitstream/handle/10665/331671/WHO-COVID-19-lPC_DBMgmt-2020.1-spa.pdf), la OMS señala que “salvo en casos de las fiebres hemorrágicas (como el ébola o la fiebre hemorrágica de Marburgo) y del cólera, los cadáveres no suelen ser infecciosos. Solo pueden serlo los pulmones de los pacientes con gripe pandémica, si se manipulan de manera incorrecta durante una autopsia tras su fallecimiento. De otro modo, los cadáveres no transmiten enfermedades”. Así que, a menos que se haga autopsia (que no se está haciendo), no hay ningún riesgo frente al cadáver.
Agrega la OMS que tampoco es necesario cremar o incinerar los cuerpos: “Está muy extendida la creencia de que es preciso incinerar a las personas que han muerto de una enfermedad transmisible, pero eso no es cierto. La incineración es una cuestión de elección cultural y de disponibilidad de recursos”.
Y este acápite final de la OMS que hoy a nadie importa: “Es preciso respetar y proteger en todo momento la dignidad de los muertos y sus tradiciones culturales y religiosas, así como a sus familias”.