¿Media humanidad, o más, comenzó a padecer de repente tanatofobia, esto es miedo a la muerte en forma de pánico o ataques de ansiedad?
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¿Vale la pena todo este maremágnum que hemos desatado por la Covid-19, con el único fin de aplazar nuestra muerte?
En esas estamos, bajo tal grado de exacerbación ante la posibilidad apenas de contagiarnos por la Covid-19 o de que alguno de los nuestros sea el próximo, y ello conduzca a un desenlace fatal, que nos horrorizamos de solo considerar que el vecino del conjunto o del barrio esté infectado. Y por ello hemos aceptado… qué aceptado, exigido a grito herido que nos confinen bajo estrictas leyes marciales, desde la cada vez más populosa India hasta la cosmopolita Los Ángeles y el cafetero Pitalito, y vemos con ojos desorbitados a todo sospechoso de contagio y les cerramos la puerta y discriminamos con asco incluso a los médicos y personal de salud. Qué importa que sean ellos después a quienes acudamos en busca de auxilio para que nos provean un compás de espera a nuestro forzoso destino.
¿Es así, la tanatofobia nos cubre hoy globalmente? La palabra que nos legaron los griegos por el dios de la muerte natural, Thánatos (y que Marvel Comics deformó para el cine en Thanos) es, según los sicólogos, un persistente, anormal e injustificado miedo que se relaciona con necrofobia, el miedo a las cosas muertas; provoca traumas en la vida cotidiana, en casos agudos no salir de casa y suele conducir a la hipocondría; el cerote (*sinónimo de miedo) a contraer enfermedades que hace pensar que realmente las padecemos, de cualquier cosa.
Se percibe ahora en el ambiente un miedo que se muestra irracional, un temor que ha alterado todos los asuntos de la vida cotidiana global como no lo había logrado ni la más pavorosa de las múltiples guerras con las que se han construido la historia del hombre, las naciones, la economía y lo que hoy somos. En el año 2002 Colombia registró la peor cifra de homicidios de su historia (31.807 personas asesinadas, tasa de 77 por 100 mil habitantes), en tanto que la tasa más alta fue entre 1991 y 1993 con 86 por cada 100 mil. Ni en esos años ni en ningún otro de la brutal violencia, el país cayó a tal nivel de pavor ante la posibilidad de un hecho que es ineluctable, inevitable, obligatorio, forzoso y 100% seguro: morir.
¿Por qué ahora nos genera tal espanto? Considérese que muchas culturas antiguas no solo no le temían sino que veneraban el acto de morir y las que creían eran subsiguientes etapas, como pasar al inframundo o tener una vida adicional en la que incluso se requerían elementos materiales y sirvientes, cuando se trataba de fallecidos de relevancia. Por ello, se les dotaba en sus sarcófagos de joyas, alimentos, utensilios y… sí, los sirvientes y guardias eran sacrificados para no desamparar al señor o señora. En el imperio egipcio, además, a los faraones les proveían de literatura para saber moverse en la nueva estación infra o extraterrenal. Para los mayas la vida y muerte eran parte de un ciclo de armonía entre las energías de la tierra, la luz y la oscuridad. La cultura de San Agustín (Ullumbe) en el Huila, creó un espectacular arte escultórico de piedra, convirtiendo cada tumba en una obra monumental, en la que también se dejaban remesas para el más allá.
Y si es tan claro que finalmente todos moriremos, ahora o mañana o en varios años, y de esta cita nadie podrá escapar, ¿qué sentido racional tiene desbarajustar el planeta entero, destruir la economía, paralizar la vida diaria, traumatizar o incluso prohibir los actos simples como salir de la casa o reunirse a hablar entre amigos o visitar a los papás o a los abuelos o dedicarse a las artes amatorias en un oscuro motel, por el objetivo único de intentar aplazar unos días, o años, quién sabe, ese acto final ineludible marcado en la agenda de la vida como su mismo cierre?
La muerte, en todo caso, ayer y ahora, es un albur, una ruleta, un azar, un imponderable del que nadie tiene escapatoria. Solo que ahora pareciera que vale todo a fin de ganarle un tiempito. Y pasamos por alto que mañana, en cuanto se supere la crisis por la pandemia (o ahora mismo, quién sabe), tendremos iguales o mayores posibilidades (azar) de morir no por el virus sino por un accidente de tránsito en moto o como peatón o conduciendo ese carro que tuvimos guardado todas estas semanas, o en medio de una riña al calor del alcohol o aquejados por aquella enfermedad que hemos dejado en segundo plano.
Si muriesen, especulemos, un millón de personas por Covid-19 en este 2020, ello equivaldría a 1,7% de todas las muertes en el planeta ordinariamente en un año (56 millones), en tanto que las enfermedades cardiovasculares provocan el 32% de las mismas. Es decir que tengo 18 veces más probabilidades (albur) de morir por una enfermedad del corazón que por la Covid-19, o que usted o yo tendríamos el 0,01% de probabilidades de estar entre los fallecidos, más o menos dependiendo de la edad y condiciones previas de salud. En cambio, el 0,22% de morir por afecciones cardíacas o el mismo 0,01% por accidente de tránsito.
Y es realmente absurdo que más de 1.5 millones de personas mueran al año por enfermedades diarreicas, fácilmente evitables.
Curiosamente, en esa enorme ruleta del riesgo, es más factible que me parta un rayo (1 entre 3 millones) a ganarme el Baloto (1 entre 8 millones). Y, parece que por razones de emoción súbita o exceso de alcohol y comida, son más altas las cifras de muerte por ataques al corazón, cáncer e incluso suicidios el día del cumpleaños (estudio hecho sobre 2 millones de muertes a lo largo de 40 años por la Universidad de Zurich).
Véase que tenemos una entre 535 probabilidades de terminar nuestra existencia por accidente de auto, o 1 de 441 por falla del corazón, 1 de 882 por cáncer o 1 de 2.309 por diabetes (todas según cifras de mortalidad de 2016 elaboradas por organismos de la ONU).
Así que la disyuntiva hoy es si seguimos, por cuenta de la nueva cepa viral, en el caos global que hemos dispuesto para aplazar (al albur) la inevitable cita de la muerte, o dejamos que el virus haga lo suyo – como lo siguen haciendo tantos otros virus, bacterias, células cancerosas y el azar mismo – nos protegemos algo más de lo normal, esperamos la vacuna o el tratamiento eficaz y hacemos que la vida siga fluyendo. Y la muerte también.
Melquisedec Torres
Periodista / Abogado
@Melquisedec70