Surgió el coronavirus y quedó en evidencia que Colombia está pegado con babas, como si en condiciones normales fuera muy difícil de verlo. Ni idea en qué tipo de burbuja vivíamos ni por qué no nos mosqueábamos, pero día a día veíamos a este país derrumbarse y poco o nada hacíamos por repararlo.
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Pero llegó la pandemia y explotó la bomba: un sistema de salud frágil, las cárceles peor que un zoológico, el desempleo creciendo y mucha gente empleada viviendo con sueldos de risa y prestaciones inexistentes. Corrupción, improvisación, desigualdad y pobreza; en dos semanas nos golpeó en la cara lo que no habíamos querido afrontar en dos siglos.
Es que sobrevivimos de milagro. Siempre habíamos oído que había que ahorrar por si acaso, pues este es el por si acaso, y eso que no es nada: apenas un virus que ya está dominado; nos llega a agarrar una crisis de verdad (un desastre natural de proporciones descomunales, una guerra global) y no queda país dónde vivir. Y no solo es que acá ahorrar sea un privilegio de pocos porque de vainas se llega a fin de mes, es que este país se lo han robado quién sabe cuántas veces. Hay fuentes que dicen que la corrupción le cuesta a Colombia 50 billones de pesos al año, ahora multiplique eso por veinte años, treinta, que no hay que irse tampoco al inicio de los tiempos. La cabeza no da para entender de qué cifra estamos hablando, lo cierto es que con ellas seríamos Finlandia, Japón, Suiza, Canadá, nombre usted el país desarrollado que se le dé la gana.
Cada vez que se habla de corrupción pienso en Roy Barreras. No porque creo que sea corrupto ni sea culpa suya lo que está pasando, sino porque un día lo vi en la puerta de La Bagatelle con escoltas, camionetas blindadas y un chaleco abullonado Northface blanco. Se veía tan corroncho, tan opulento que pensé que era de las imágenes más poderosas que había visto en mi vida: en este país la gente sueña con llegar a un cargo público para poder comer en restaurantes finos, tener chofer y usar ropa cara.
Nuestra pobreza es tan evidente que en tiempos de cuarentena hay muchas campañas que no le cuestan plata al estado, no demasiada: quedarse en la casa, aplaudir a las personas que trabajan en el sistema de salud y oír a la distancia un helicóptero que grita quién sabe qué consejos, y que en vez de tranquilizar mete miedo como un putas, porque ni para un altavoz decente tienen, todo se lo roban.
Hay muchos colombianos tirados en algún país del exterior que no han podido volver porque el gobierno no los puede repatriar. Claro, cómo los van a traer de vuelta si eso cuesta plata, y plata es lo que no hay. ¿Y las líneas de atención para reportar que alguien puede estar contagiado de coronavirus? Bien, gracias. Mientras muchos denuncian que llevan días llamando sin recibir respuesta, Juan Fernando Cristo, ex senador y ex ministro del interior, tuitéo el otro día que a su hija que acababa de llegar del exterior la habían ido a revisar en menos de una hora. Pues bien por él y su familia, pero al resto sí que nos piche un burro porque si no es con pelea y armando escándalo no nos atienden.
El único derecho que tenemos los colombianos es a pagar, a no colgarnos, a estar al día con los bancos, los servicios y el arriendo. Usted va a pagar algo o a afiliarse y todo es puertas abiertas porque el hambre es tal que ninguna cifra de dinero los calma; vaya a hacer un reclamo o cualquier otra vuelta y las trabas que le ponen no caben en la Biblia. Y no importa que sea el sector público o el privado, lidiar con Claro es tan frustrante lidiar con una EPS.
Estamos esperando que esto cambie una vez la crisis pase y una nueva Colombia florezca; no va a pasar. Para que esto mejore se necesita que millones mueran; no 10 ni 20 ni 200, estoy hablando de por lo menos la mitad de la población mundial. Es decir, que llegue literal el fin del mundo, y este es apenas un ensayo.