Opinión

El equipo de José

Libertadores era guerra. O mejor dicho, Libertadores era poder sobrevivir al intento en la década del 60. Las patadas y las mañas daban cuenta de quién podía ser poderoso y aunque por supuesto el talento sobraba –porque para jugar fútbol no solamente se requiere de violencia como para imponer condiciones– había que entender que para imponerse en la lucha, también era necesario saber un poco de artes marciales y defensa personal.

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Y Racing Club, uno de esos clubes que ha sabido convivir con el dolor y con el amor en dosis similares, hizo su propio camino de éxito con una receta en la que tenía que obligarse a mezclar ambas condiciones. En 1967 y tras haber ganado el título de liga en su país, empezó a desandar el camino de la Libertadores. Aunque empezaron bien, venciendo a River Plate en su zona, la vida los llevó a jugar en Bolivia ante el 31 de octubre. Fue allí donde el sueño estuvo a punto de irse abajo.

El plantel abordó el vuelo que los conduciría a La Paz para afrontar ese segundo duelo y los memoriosos insisten en que seguramente no hubo trayecto más azaroso que ese. Ni los adversarios en la cancha, ni los vestidores a los que les cortaban la luz o el aire acondicionado pusieron tanto en jaque a Racing. Y al pisar tierra la altura paceña los recibió con una patada en la cara: perdieron 3-0 y era tal el mareo y el malestar físico de los jugadores que esa derrota pareció compasiva al lado de su propio rendimiento. Agustín Mario Cejas, portero de aquella formación de Racing, decía que cuando disparaban hacia su arco veía dos pelotas y no sabía cuál era la real y cuál era un espejismo.

El equipo pudo avanzar de ronda más allá de ese contraste inicial que casi les quita su propia tranquilidad y de ahí en más parecieron imparables: frente a sus ojos se vieron doblegados el Medellín, Santa Fe, Bolívar, Universitario, River y Colo Colo.

La final los encontró ante Nacional de Montevideo y los dos juegos iniciales quedaron empatados sin goles y en medio de un tufo violento de ambas escuadras, capaces de armar bonche cada vez que había un balón dividido. En el tercer partido de desempate Racing ganó 2-1 y se llevó la Copa Libertadores. Sus héroes fueron Cejas, Basile, Perfumo, el Panadero Díaz, Raffo, Cardozo, Rulli, Martín, Chabay y Maschio. De ese equipo surgió aquella simbólica imagen del disparo al ángulo de 35 metros ante el Celtic de Glasgow lanzado por el Chango Cárdenas que los llevó a ganar la Intercontinental y, de paso, ser los mejores del mundo.

Ese equipo lo dirigía Juan José Pizzuti y la hinchada cantaba cuando salía al campo: “Y ya lo ve, y ya lo ve, es el equipo de José”, refiriéndose al DT, arquitecto de ese puñado de gloria que amasaron en aquellos tiempos. Pizzuti murió la semana pasada pero él se encargó de eternizar su mito con aquella formación que era capaz de derrotar a todos con talento (Maschio, Rulli, Cárdenas) o con golpes (Basile, Chabay, Perfumo).

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