He visto el mundo de los escritores, de esos literatos llenos de egos que, como bien lo afirma Joan Manuel Serrat, a veces compiten a ver “quien la tiene más grande”. A veces siento ese halo a rosca en el que solo se ayudan entre ellos y se vanaglorian en un coctel fétido del mutuo elogio. Pues bien, ajeno a ese mundillo hay mucho talento, gente que lleva años al son de las letras y la aptitud. Gente que hace enormidades, que las hace en el corazón del pueblo, no para ese receptor siempre erudito y lleno de una maleta de conocimiento, no, también para ese anónimo ávido de mover sus neuronas. Es algo bello, son esos auténticos, son esos puros que, después de varias décadas, no pierden el amor, el amor los nutre, no pierden el ímpetu, la poesía misma los hidrata, no pierden el toque, ellos lo avivan. Y ahí está ella, esta poeta que amo y admiro.
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Dicen en La Ceja, Antioquia, que, en las últimas cinco décadas, todos en la escuela tuvieron que recibir clases de ella. No solo de literatura, ella también los llevó por el camino de la historia del arte, de la geografía y de la vida misma, muy seguramente, acompañados de Bach.
Y es que su ADN poético es poderoso. Su padre, Emiliano, era mecánico de profesión, pero era también escritor, cantante, conocedor de zarzuelas y óperas, además de escultor. Su madre, Emilia (el amor une hasta los nombres), madre de once hijos, ama de casa, le dio también una fuente de fuerza para que la poesía le recuerde a diario la existencia de esos bellos seres.
Pero fue a los 16 años cuando encontró que las letras eran su camino. Ayudó una buena profesora de literatura del colegio El Carmelo de Medellín, ayudó uno de sus abuelos, Manuel Díaz, poeta de Sopetrán, y ayudó un tío sacerdote que le llevaba una pianola. Ayudó, también creo yo, su entorno, sus hermanos, los campos y paisajes de La Ceja, la dureza de la austeridad, el ser la mayor de once hermanos y tener que dejar de lado su carrera de Periodismo en la Universidad de Antioquia para ayudar en la casa, y ayudó, el hermoso oficio de ser profesora desde sus 20 años.
Letra a letra, soneto a soneto, idea tras idea, ella a pulso se ha hecho un camino en el mundo de la poesía. Son alrededor de siete libros, son muchos poemas, son muchas tertulias, son muchos recitales, son recorridos que van desde Roldanillo (hogar de su entrañable amigo Ómar Rayo), Aracataca, Fundación, París, Bogotá, son muchos destinos en los que esa voz poderosa, esa forma inigualable de declamar, de hablar, de inyectar sus letras en el corazón del receptor, han dejado huella.
Se los digo, no solo es lo que escribe, verla en vivo es espectacular. Hay un poema en particular que jamás he visto que alguien logre algo así, se llama “Jazz”. Es innovación, es romper paradigmas, es un sube y baja emocional, es ver una mujer luchadora, altiva, llena de respeto y honor, dándolo todo por su público y expulsando, poro a poro, toda su pasión por el arte.
Ella, entre tanto, prefiere de su creación poemas como “Abel”, que se refiere a la historia de la antigua escritura. “Evangelista Quintana”, un poema que recoge vivencias del libro para niños Alegría de leer. “Jazz”, que hace percusión de las palabras. Sonetos como “Ya Patria”, el soneto a Juana Inés de la Cruz y el soneto a Zafira, un poema para, como dice ella: “Darme fuerza”.
Aún organiza talleres literarios. Sale de su bella finca en La Ceja y se va a recorrer veredas para llevarles a niños y jóvenes del campo el mundo de la poesía, de la fantasía, del soñar, del ver que hay imaginación y eso nutre las letras.
No pierde su alma de periodista, tiene un programa en la emisora de la Universidad Pontificia Bolivariana. Ahí habla de todo, ahí surge de nuevo Bach, hace buenas entrevistas, vive su talentosa oralidad.
Es ella, la gran poeta antioqueña Marga López Díaz. Mi tía, un orgullo.