Opinión

Cuatro minutos

Lo mejor de esta versión europeizada de la final de la Copa Libertadores fueron las declaraciones del ex Chelsea y Atlético de Madrid Filipe Luís: “El partido que hicimos fue muy malo porque el campo de juego estaba demasiado seco (…) River sabía perfectamente cómo jugar esta final y logró parar nuestro juego, presionarnos muy bien y, así como lo dije, el campo no ayudó en ningún momento pero, nosotros no paramos de intentar y, aunque al final puede parecer injusto, las finales son así”.

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Imposible ser más autocrítico: el tipo que se acaba de llevar la Copa Libertadores a su casa, que hizo parte del plantel que volvió a darle gloria a Flamengo luego de casi 40 años de profundas decepciones continentales y que regresó de Europa para seguir ganando en Suramérica no tuvo ninguna clase de pudor en aceptar que aunque ganaron, su adversario lo superó por fútbol y por incapacidad propia. Porque qué mala que estuvo la cacareada final a partido único.

Todo estaba tan alejado de la Libertadores: el show de inicio –más allá de los gustos musicales– está tan lejos de aquellos inolvidables partidos dobles de la final. ¿Cuándo se iba a poder ver eso en las anteriores ediciones? Nunca, lógico, porque antes importaba mucho más el fútbol que el espectáculo. Y ya, en este punto, parece que de lo último que se va a hablar es justamente de fútbol.

El campo de juego –bien lo dijo Filipe Luís– estaba difícil para ambos, aún más para los brasileños. El partido en sí mismo careció de nivel a pesar de que en el campo andaban regadas las mejores representaciones de este lado del mundo, tanto en individualidades como en sentido colectivo del juego mismo. Es como si esa posibilidad de ganar y perder todo en 90 minutos y no en 180 les hubiera puesto freno de mano a dos clubes que durante su campaña mostraron desparpajo y valentía, cosa no tan determinante en la final de los errores, porque si hubo una decantación hacia los brasileños en esta definición, se debió a errores y no tanto a una superioridad manifiesta.

Y Marcelo Gallardo, gran DT más allá de cualquier consideración de coyuntura, apostó por cambios que al final en vez de dar confianza, volcaron la balanza hacia los de Jorge Jesús: la salida de Nacho Fernández –el eje de posesión junto a Enzo Pérez– le dio terreno baldío a Flamengo. Álvarez, su reemplazo, no vio mucha luz en la soleada Lima. Rafael Santos Borré –goleador implacable para River en cuartos, semis y en la final misma– salió y su presión como primer defensa se acabó. Pratto, quien tomó su lugar, perdió una pelota sencilla que derivó en el tanto del empate a los 88 minutos, igualdad en la que también estuvo comprometido otro cambio de River: Paulo Díaz. El chileno ni se mosqueó con el pase profundo de De Arrascaeta y dejó que Gabigol –absolutamente inoperante hasta ese instante– le robara la espalda e igualara las cargas.

El gol del triunfo, un fallo colectivo entre Pinola y en menor medida Martínez Quarta, decidió todo sin posibilidad de reacción. Tal vez esos cuatro minutos finales fue lo único que valió la pena de ver. Entre el 89 y el 93. El resto sobró tanto que hasta el espantoso anillo que le entregaron como premio al mejor jugador del campo –nada menos futbolero que ese esperpento sacado de la NBA– pareció ser más estético que el partido de Lima.

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