Este hueco da miedo. Queda en una esquina de Chapinero y la gente pasa por ahí sin notar lo terrorífico que es. Por él podría irse no solo un niño, sino un adulto torpe, descuidado, que esté de afán o borracho. Y no es nuevo, para poder verlo necesité pasar por ahí todos los días durante mucho tiempo hasta que un día descubrí que estaba peligrosamente cerca de él, chateando en el celular como si nada.
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Cosas así pasan tan inadvertidas que no son noticia hasta el día en que pasa algo y la ciudadanía se indigna por la indolencia de quienes administran la ciudad. Hay un estudio que afirma que Bogotá tienen 28 millones de metros cuadrados de andenes, de los cuales solo el 48% está en buen estado, y agrega que precisamente una de las localidades menos amigables para caminar es Chapinero, un lugar donde la gente se la pasa a pie. Vivir en Bogotá es estar expuesto a todo tipo de peligros: ser atracado en la calle, chalequeado en Transmilenio, secuestrado en un taxi, y hasta robado en la tranquilidad de la casa. A situaciones así le tenemos miedo todos los días, y hay tanto de qué preocuparse que a veces se nos olvida que esta ciudad puede tragarnos, y no solo de manera figurativa.
Cada tanto oímos noticias de los huecos en las calles, pero poco sabemos de los que llenan los andenes. Y es raro, porque los andenes ya no solo de Bogotá, sino de este país, son cosa seria. No tanto por lo peligrosos, sino que son la prueba de que no tenemos un proyecto como sociedad: gracias a ellos se puede entender que en Colombia cada uno jala hacia su lado y hace lo que cree más conveniente. Los hay de todos los tamaños y texturas. Vas por uno ancho de cemento, de esos que tienen la senda para invidentes incompleta, pasas después por uno angosto de baldosa roja que resbala como un demonio, luego el andén se inclina porque se convierte en entrada de garaje y por último te ves caminando por la calle porque ya ni acera hay. Y eso para no mencionar a los famosos andenes buscaminas, esos que fueron hechos con baldosas que se han ido zafando y que en días lluviosos y posteriores te escupen agua sucia, mojándote la media y arruinando el pantalón.
Precisamente llovió muy duro el pasado lunes festivo por la noche en Chapinero, un barrio de solteros, así que seguro muchos estaban como yo: asustados a mitad de la madrugada por el ruido de los truenos y la fiereza del agua, sin nadie a quien pedirle que fuera a consolarlos. Esas tormentas dan terror pero tienen su lado bonito porque limpian todo. Después de ellas el aire se vuelve tan ligero que es como si la vida empezara de nuevo.
Mientras llovía con rabia no solo pensaba en la tormenta, sino en el hueco de la foto llenándose de agua, al punto de que tuve que prender la luz para tranquilizarme. Ya calmado, recordé una entrevista a Steven Spielberg donde decía que en ‘Tiburón’ no mostró al animal hasta el final porque solemos tenerle más miedo a lo que no podemos ver que a lo que sí. Ese hueco de la esquina no es solo una trampa mortal, es un portal a nuestro interior, un abismo que da miedo no tanto por lo grande, sino por lo profundo. Te asomas a él y no ves nada, solo un agujero negro que no tiene fin, como cuando te miras al espejo y tienes el alma rota.