El descache no fue solo la fotografía, constituida en una parte, casi insignificante, de la mentira. El descache se inició en el mismo momento en que este señor llegó a la Casa de Nariño, montado en ese bus de engaños y tramoyas creado por su partido durante la campaña presidencial y cuyo lema era que si ganaba Petro el país terminaría como Venezuela, ya que Santos, trinó Uribe y replicó la horda, le había entregado la institucionalidad del Estado a la guerrilla. A esta altura, el objetivo de la tramoya era claro: acabar con el legado de Juan Manuel Santos, que no era otro que haber desarmado a las Farc y tejido una red constitucional alrededor del proceso.
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Esto, aunque los miembros y seguidores del partido de gobierno lo nieguen ante los medios de comunicación y lo repliquen en pasquines y redes sociales, hizo retroceder al país a los años de la “Seguridad Democrático”, periodo en el que los ojos del entonces presidente estaban en Venezuela y las masacres de campesinos, opositores y líderes sindicales se constituyeron en la noticia central de periódicos y noticieros de televisión que abrían sus portadas y espacios de información con estos hechos. Eran los tiempos en que la sangre derramada manchaba las fuentes hídricas y los desplazamientos de ciudadanos a mano de paramilitares y guerrilleros dejaron de ser noticia porque se convirtieron prácticamente en clonaciones de hechos anteriores.
El Hospital Militar de Bogotá se convirtió en el espacio mítico en el que podía verse a diario los resultados de una carnicería despiadada: jóvenes sin piernas, sin brazos, sin ojos, con placas de acero cubriéndole la parte del cráneo donde la bala, o el fragmento de granada, le había arrancado la tapa del alguno de los hemisferios, donde el olor a sangre, a alcohol y vendajes se percibía desde la entrada hasta el último corredor. Personalmente, durante mi paso por el Caro y Cuervo como estudiante de la maestría en literatura hispanoamericana, tuvo la oportunidad de visitarlo en 2004. Fui a acompañar a un amigo cuyo hermano, militar de profesión, había sido herido en una emboscada de la guerrilla y había perdido la parte superior del brazo izquierdo, pues un disparo de fusil le había arrancado de tajo el tejido muscular, dejándole al descubierto el hueso que unía el hombro con el codo.
A pesar de haber pasado por la Escuela de Lanceros como soldado bachiller, nunca alcancé a ver, hasta ese entonces, a tantos heridos, a tantos padres compungidos por la situación del hijo, a tantas esposas con las caras largas esperando que el marido saliera del quirófano, a tantos hijos llorando la muerte del padre. En 2016, durante el lanzamiento de mi libro Los buenos muchachos del expresidente (Ediciones B) tuvo la oportunidad de volver a ese lugar y me pareció estar asistiendo a un hotel en lugar de un hospital, pues percibí en el ambiente un suave olor a lavanda y, más adelante un ligero olor a comida. Ese domingo, solo diez soldados reposaban en sus pabellones, pero por cuestiones que nada tenían que ver con hechos de guerra.
Por aquellos días leí en algunos portales noticiosos de internet declaraciones de militantes del entonces partido “opositor” Centro Democrático en el sentido de que aquello se debía a una estrategia de Santos de acuartelar a las Fuerzas Militares para que no tuvieran que enfrentar a la guerrilla de las Farc. Algunos hablaban de la cobardía del entonces presidente y otros aseguraban que debía renunciar. Pero ninguno de estos portales al servicio de la guerra dimensionaba que aquella ausencia de heridos era el resultado de los acuerdos que se llevaban a cabo en La Habana y no una intención maquiavélica del señor que estaba haciendo todo a su alcance para darle un poco de tranquilidad al campo colombiano y a los centros urbanos donde las escaramuzas de la guerra dejaban uno que otro muerto, o herido, por la acción de artefactos explosivos o balas.
La muerte de 120 excombatientes de las extintas Farc en el último año (es decir, con la llegada al poder de Iván Duque y el regreso de Álvaro Uribe) no fue un hecho fortuito, sino una estrategia bien fundamentada que, en el fondo, tenía como intención lo que al final logró: que una parte importante de esa guerrilla tomara la decisión de volver al monte. La muerte a cuenta gotas –es decir, uno mañana y otro más luego– permitía ver el exterminio como hechos aislados y no como una estrategia de guerra solapa. Tanto Pablo Catatumbo como Pastor Alape lo denunciaron en su momento a través de comunicados de prensa donde afirmaban que se estaba repitiendo lo sucedido con la Unión Patriótica. El ministro de defensa, Botero Nieto, en respuesta, aseguró que esas muertes “se debían a líos de falda”. Y agregó que no había nada sistemático en los crímenes reiterados de los miembros de un grupo armado que decidió regresar a la legalidad.
Desde entonces se han incrementado, así mismo, por toda la geografía nacional, los asesinatos de líderes sociales, la persecución de candidatos opositores a corporaciones públicas y la muerte de algunos de estos que, según lo publicado por la prensa, ya suman seis en lo que va del año. Pero, para el señor que funge de presidente, cuyos ojos están puesto en Venezuela, Colombia es un adalid de la democracia en la región y el problema que nos afecta a todos no es la violencia interna y la escasez de fuentes de trabajo, sino las acciones del “dictador Maduro”.
Por Joaquín Robles Zabala
En Twitter: @joaquinroblesza
Email: robleszabala@gmail.com
(*) Magíster en comunicación y docente universitario.