Tomo tres veces por semana la Avenida Caracas para cumplir unas citas a las que estoy asistiendo. Si estoy de buenas, casi nunca, llego en quince minutos; si me toca trancón, puedo demorarme casi cuarenta, veinticinco de ellos entre las calles 70 y 74. Y el trancón se produce porque los que suben por la calle se pasan el semáforo así la intersección esté llena y se quedan bloqueando el cruce, lo que hace que por cambio de semáforo no pasen más de tres o cuatro de los vehículos que vienen por la Caracas. Bogotá tiene muchas cosas buenas, incontables, pero esa costumbre de bloquearles el paso a los otros es lo que más habla de ella: estamos aquí para cagarnos los unos a los otros.
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Escribo esto producto de un mal día, pero basado en sensaciones reales y, sobre todo, intensas.
Siento que es hora de irme de Bogotá porque esta ciudad no tiene nada más que ofrecer. Y no lo digo con rabia ni odio, al revés, con agradecimiento, porque acá he hecho lo que en ningún otro lugar del país hubiera logrado. Ya lo he dicho antes, pero lo repito: la gran valía que tiene Bogotá es que brinda las oportunidades que tu tierra natal te niega, y solo por eso hay que apreciarla, pero al mismo tiempo te hace entender que lo que nos convoca es el dinero, lo que constituye una locura: toda esa gente amontonada en Transmilenio, esperando un taxi o SITP que no pasa, caminando con miedo por la calle o encerrada horas en su carro, sale todos los días a la calle en busca de dinero. Acá estamos, ocho millones de personas haciendo de esta ciudad un lugar cada vez más invivible. La mitad nació acá, la otra mitad se vino para no morirse de hambre o crecer profesionalmente, según el caso.
Bastan un par de viajes para descubrir que existen sitios increíbles para vivir, sitios donde las calles andan y las cosas no cuestan un ojo de la cara; donde el aire es benigno y no te causa gripa un mes si y el otro también, donde no roban bicicletas y celulares. Es que, si miramos, no tiene ningún sentido que esta sea la capital del país, de ningún país. Un lugar con estas características geográficas debió quedarse como lo que era antes de la llegada de los españoles, un lugar frío, lluvioso y tranquilo donde vivían unos cuantos. En Colombia tenemos mucho mar como para meternos montaña arriba hasta el centro del país. El otro día vi una noticia donde varios carros se habían estrellado por culpa de un hueco gigante en la mitad de la calle; no sé si sepan, pero hay lugares del mundo donde no tienes un accidente por culpa de la corrupción, porque alguien no hizo el trabajo que tenía que hacer o se robó la plata.
Bogotá no es infierno, aunque en hora pico con lluvia pueda llegar a serlo, pero tampoco es un buen vividero. Lo es si tienes acá tus raíces, tu familia, o dinero, pero es que con dinero cualquier sitio es un buen vividero. Y sin embargo acá seguimos, vaya a saber usted por qué. Lo que nos falta es iniciativa para hacer maletas. Bogotá te acoge primero, te da cosas valiosas, y luego te atrapa y te adormece, como esos felinos bebés a los que drogan en los zoológicos para que los visitantes puedan tomarse fotos con ellos. Creas entonces tu zona de confort y de ella no vuelves a salir. La sola idea de empezar en otro lado te da miedo y tedio, así que te quedas acá, viviendo a medias, por inercia, que es lo mismo que no vivir.
La primera vez que llegué a esta ciudad me encantaron muchas cosas, entre ellas, el olor, que supongo es el de la tierra mojada. Es el mismo olor que siento cuando logro frenar y concentrarme, o cuando regreso de un viaje. Es un olor que enamora, pero ya ni eso alcanza.
¿No están cansados de todo esto, de vivir derrotados? Porque es eso, esta ciudad te acoge y te da la mano, pero al mismo tiempo te derrota. Nos avasalla porque nada anda, pero lo hemos normalizado a tal punto que no nos importa. ¿Estamos tan anestesiados que ni de eso nos damos cuenta?¿No sería hora de hacer algo, de subirle el nivel de vida o irnos para siempre? ¿No están cansados de que, además de feos y brutos, seamos pobres?