Las imágenes sobrecogen: Jesús Mosquera y Sebastián Gamboa, militares destacados de la Fuerza Aérea Colombiana, perecen el domingo en medio de una exhibición aeronáutica, aparentemente al romperse la cuerda de la que ambos pendían, a su vez enganchada a un helicóptero que sobrevolaba la superficie terrestre, con la bandera nacional como estandarte. De súbito el cordón parece quebrarse y ellos, pabellón tricolor en mano, sucumben a la gravedad para desplomarse sobre la pista del Enrique Olaya Herrera y fallecer al instante. Lo anterior enmarcado, como una abominable paradoja, dentro de la Feria de las Flores, festividad regional por excelencia. Qué dolor. Qué absurdo.
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Al saberlo sobreviene el reflejo automático de abandonarse a la caza de responsables sobre quiénes verter la tristeza y la rabia que una calamidad como la anterior desatan. Pensar en aquellos que dentro de la cadena de protocolos de seguridad para operativos acrobáticos de esta índole incurrieron en tan mortíferas omisiones. Buscarles nombres y aventurar hipótesis técnicas y físicas sobre el origen de este desastre. Frivolizar la desgracia trayendo a cuento el sinfín de chambonadas que robustecen el necrologio de quienes se nos han ido en circunstancias similares, por “descuidos técnicos”.
Pero lo sensato, quizá, sea contenerse. Primero, por respeto a mártires y dolientes. Segundo, porque se trata de un asunto que involucra vidas y en el que cualquier ligereza, juicio apresurado o señalamiento de culpabilidades, equivaldría a anexar un eslabón más a la cadena de desinformación, venganzas mal encaminadas y equívocos que cunden. Tercero, porque, tratándose de Colombia, son tan fragmentarios los datos y tantas las posibles formas de manipularlos y retorcerlos que cualquier opinión emergerá viciada de imprecisiones.
Inevitable, eso sí, incurrir en metáforas desconsoladoras. Visualizar la soga aquella como la materialización de nuestra falta de rigor y de respeto por la vida. Evocar a los difuntos, aferrados a la nada y en caída libre, como inocentes víctimas de la insostenibilidad patria. Asustarnos con cuán a expensas nos hallamos ante las muchas formas de negligencia, mediocridad e ineptitud circundantes. Asimilar lo expuestos que solemos encontrarnos a los posibles descuidos provenientes de aquellos en quienes deberíamos confiar “porque ellos saben lo que hacen”. Uno presupondría, digamos, que un espectáculo de semejantes dimensiones, con vidas humanas y el prestigio de la FAC en juego, tendría todos los contratiempos, riesgos, intentos de saboteo y eventuales accidentes sometidos a consideración y bajo estricto control.
Así, a semejante duelo se suma otro que también atribula. Se trata de lo que representa aquella catástrofe, más allá de la catástrofe misma: la incertidumbre de habitar un país con las cuerdas rotas, vencidas o cortadas “por defecto de fábrica”. Una alegoría cruel, en detrimento de quienes nos obstinamos en asirnos a este proyecto de nación, convencidos de que así no habremos de precipitarnos al vacío. Por ello Mosquera y Gamboa ameritan lugar de relevancia en el martirologio. Ambos constituyen desde ahora un símbolo que habrá de recordarnos el riesgo implícito en prenderse de Colombia y de su institucionalidad con infundada confianza, regalando nuestra fe a quien no ha hecho mucho por merecérsela. Esperamos que el Estado indemnice y repare a sus familias con la debida justicia. De momento, un suspiro en honor de esos valientes cuya única y letal equivocación fue confiar en que aquí las cosas pueden funcionar digna y normalmente. Hasta el otro martes.