Opinión

Un país dis-tinto

@elGrafomano

Uno quisiera que alguno de los mitos entretejidos alrededor de la grandeza nacional tuviera una mediana dosis de veracidad. Que, aun cuando fuese para conformarnos con estadísticas, Colombia fuera primera en algo distinto a eso que todas las mentes maliciosas que ahora leen de seguro ya andarán imaginándose. Delirar con el absurdo aquel del segundo mejor himno del mundo o mandar enmarcar aquel ranking que en varias ocasiones nos ha alzado como el supuesto “país más feliz del planeta”.
Así, incapaces de demostrar lo indemostrable, pero aun así necesitados de incrementar los índices tan bajos de autoestima patria, buscamos refugio en lo popularmente aceptado, esperando que sea o que alguna vez haya sido cierto. “Tenemos el mejor café”, vociferaba Colombia entera al unísono con la federación nacional de comerciantes del grano a la cabeza, hace algún tiempo. Ese honor, decían, nos lo disputaba de cerca Brasil. La lucha consistía en convencer a la humanidad, con el poncho del simpático Juan Valdez y su mula Conchita como estandartes, de que producíamos algo más que estupefacientes y que nuestro café era inmejorable. Supongo que al menos por un tiempo lo conseguimos, lo que entre otras cosas da cuenta del valioso trabajo de cientos de miles de caficultores, en todos sus órdenes y distintas especializaciones del oficio, quienes por años han mantenido la cada vez más diezmada industria.
Pero no es de economía, de la epopeya cafetera ni de la variedad Coffea arabica que vengo a hablarles hoy, sino de la supuesta relevancia de ese rubro cultural en el país al comparársele con lo poco que sobre café solemos saber por estos andurriales. Y no lo dice un barista refinado ni un gourmet del grano, sino un vil y vulgar adicto a la cafeína, quien acepta con el mismo entusiasmo un ristretto prensado, uno de olleta y colador, o un ‘americano’ de máquina de aeropuerto que un Colcafé, siempre que los cuatro contengan las razonables dosis del energizante en cuestión, lo que de fondo más me interesa.
Se sabe, y de estupendas fuentes, que hasta no hace mucho la mayor parte del café disponible comercialmente en estas tierras correspondía a lo menos selecto de la producción local. Quizá en ello comience la evidente desinformación al respecto. Porque con todo y mi disposición ‘todo-terrreno’ a la sustancia, indigna el aleve irrespeto contra ciertos protocolos básicos del café que uno esperaría como mínimos en una tierra que se ufana de su ‘cafeterismo’.
Molesta pedir un café y que por defecto lo sirvan con leche, cual si ‘café’ fuera una alusión a la condición cromática de la bebida y no a la sustancia misma que la conforma. O comprar uno de aquellos ‘tintos’ de esquina, previamente elaborados en termo y que ya entrada vengan endulzados, en un franco atentado contra el derecho a la libre desintoxicación del consumidor que atenúa el sabor de la bebida hasta grados profanos. Para resumirlo… ¡uno quisiera que al menos en cuanto a esos rubros Colombia mantuviera cierta solvencia cultural digna del supuesto renombre que ostenta ganado a fuerza de tesón y trabajo! Pienso, entonces, en nuestra clase trabajadora, sometida a la dictadura del tinto endulzado de esquina, me conduelo y concluyo: ¡cuánto bien nos haría vivir en un país dis-tinto! ¡Hasta el otro martes!

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