“Nos quedamos afuera. Fue la peor experiencia de mi vida. Impresionante ver tanta amargura en un vestuario. Algunos lloraban, Pedernera fumaba en un rincón. Me quedé solo a un costado. Me metí a la ducha y cuando salí ya no había nadie. Me vine caminando solo desde La Bombonera hasta mi casa de la calle Beazley, en Pompeya. Pasé caminando por detrás de la cancha de Huracán. No estaban ni mis viejos ni mi hermano, me tiré en la cama, me comí una tableta de chocolate y me dormí…”.
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La frase está en el libro Así jugamos, de Diego Borinski y Pablo Vignone, y pertenece a Alberto Rendo, futbolista de Huracán y San Lorenzo y figura en el campo del partido más triste de la historia de los argentinos en los últimos 50 años. Fue aquel empate en Buenos Aires contra los peruanos, que dejó a Argentina fuera del Mundial de México 70. Desde ese entonces ‘la Albiceleste’ nunca más se ausentó de una Copa del Mundo. De hecho, después de semejante fiasco nacional ganó dos torneos, el del 78 y el del 86, y fue subcampeón en dos más, en 1990 y 2014.
Hoy, que Argentina pende de un hilo para ir a Rusia 2018, he oído cómo una cantidad de periodistas se han cebado con cada uno de los jugadores de la selección nacional y he oído cómo culpan a Messi sin culparlo porque aunque dicen que las convocatorias están hechas para darle gusto al jugador y que su séquito de amigos no quede afuera, también dicen que sin él, sin el genio del Barcelona, la labor de clasificación parece imposible porque dicen, es el único jugador que tienen. Y entre tantas voces incendiarias, entre tantos golpes de micrófono en los que los profetas del lunes se desgañitan contra sus jugadores, entre tanta tinta que ha corrido por el papel haciendo culpas personales en el campo –como si en el seno dirigencial no cupiera la mayor cuota de responsabilidad–, entre tantas decisiones erráticas (tres entrenadores para un ciclo que podría fracasar suena a altísimo costo), entre la oscuridad de rendimientos precarios habría que pensar cuáles fueron los últimos grandes partidos de los argentinos. ¿Hace cuánto su fútbol de selecciones no encanta y enamora?
Recuerdo particularmente tres grandes juegos de Argentina desde 2006 hasta acá, pero que ya se ven lejanos en el tiempo: en el Mundial de 2006 ante Serbia y Montenegro. El director técnico era José Pékerman. Ganaron 6-0 y mostraron su esencia futbolística en todos los sentidos. En 2007, contra México en la Copa América de Venezuela, cuando Messi y Riquelme se hicieron uno solo en aquella copa que debieron ganar por merecimientos; el DT de ese tiempo era Alfio Basile. Y más reciente, en Chile 2015, de Copa América, aquel 6-1 frente a Paraguay con Pastore y Messi encendidos y letales.
Tres partidos excelentes en 11 años suena a poco. A muy poco para una selección que cuenta con grandísimos futbolistas, pero que hace rato siente cómo el desorden de sus propias decisiones dirigenciales y la muerte de Grondona los debilitaron a niveles dramáticos. Por estado anímico y reacción futbolística están más cerca del KO. Y justo frente a Perú, como en el 69 y, vaya paradoja, dirigida por Ricardo Gareca, aquel soldado que nunca llamaron para México 86 a pesar de que un gol suyo ante los peruanos les dio el angustioso tiquete.