Opinión

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Su estado es lamentable, lo que, paradójicamente, habla muy bien de él. Lo escribió Jairo Herrera y se llama Colombia en la Copa Libertadores. Fue el primer libro de fútbol que compré y me acuerdo muy bien de las circunstancias: estaba en una góndola de las cajas del Carulla de la 125 abajito de la 19 y era octubre de 1989. Lo marqué con mi nombre después de pagarlo y no sé cuántas veces habré repasado sus páginas, hoy sucias y dobladas. No tiene la contratapa y la tinta de sus letras está blanquecina de tantas veces que pasé mis ojos por sus hojas.

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El contenido era sencillo: Herrera recopiló, desde 1960 hasta 1989, cada uno de los partidos que jugaron los equipos colombianos en la Libertadores; 167 páginas plagadas de nombres que eran desconocidos hasta el día en que lo leí. Ese libro me acuerda de mi adolescencia y de encontrar un refugio en los libros por cuenta de mi confeso ensimismamiento. Era y ha sido mi defensa ante la timidez: leer, pero esta vez no solamente los libros de casa sino los que yo, en ese 1989, podía pagar.

Y el sábado fui a la biblioteca a ver qué encontraba para inspirarme para hacer la columna. Mientras miraba los lomos de los libros empezaba a recordar la historia detrás de cada uno de ellos. Vi que algunos siguen vírgenes –siempre hay algunos que tienen ese destino– y que otros están deshaciéndose.

Entonces vi en mi mente el almuerzo en el centro con Gregorio Peñaloza y todo lo que hablamos de la vida cuando me entregó un librazo que cuenta solamente anécdotas de árbitros; vi a Jaime Sánchez Cristo buscando en todas las bibliotecas de Londres acompañado de su esposa un libro sobre el Everton; a Christian Mejía recibiéndome en Buenos Aires con los dos tomos que publicó la Conmebol sobre la historia de la Copa Libertadores de América; me reí porque Ezequiel Fernández Moores me encontró en un café del Abasto y en su mano traía aquel libro que reúne las historias de los 25 partidos determinantes de la selección Argentina que escribieron Diego Borinsky y Pablo Vignone y me lo obsequió.

Pensé en Andrés Ospina, que me trajo un libro del Bambino Veira y me lo entregó tres años después por culpa de ambos, por estar tan ocupados en cosas de gente grande; pensé en Iván Mejía, que una tarde llamó a decirme que pasara por la casa de él a llevarme algunos libros que a él ya no le servían. Y en Johanna Zafra, que en 1997 me pidió que fuera urgente a su casa para darme un libro de los mundiales hecho por Hernán Peláez porque ella lo iba a botar en caso de que yo no lo agarrara. Y en Alejo Villanueva, generoso cuando tiene un libro que uno no. Y en mi mamá que, en silencio, me daba uno que otro libro mientras yo sentía que en el 2002 el desempleo era una cárcel de la que era imposible salir.

Los conté: tengo 272 libros de fútbol y deporte. En realidad son 544 libros porque cada uno de ellos me lleva a recordar un episodio de mi propia felicidad y mi propio dolor.

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